Siete de la mañana. Por entre la oscuridad de una mañana de julio en Santiago, una columna compacta avanza por la pista norte de la Alameda desde la USACH con destino al centro cívico de la capital. Todos quienes conforman la columna van de uniforme escolar, con polerones con capuchas y tras de una gran pancarta que reza “Estudiantes al poder”. Nadie vio bien desde dónde salieron. Nadie lograba distinguir alguna cara. Nadie entendía una marcha sin consignas ni más banderas que la pancarta. Los buses y vehículos particulares esquivaban con dificultad la columna, pues era tal su densidad de escolares que parecía como una sola masa avanzando en silencio por la calle.
A la altura de metro Los Héroes un gran destacamento de fuerzas especiales tenía todo preparado para detener a los manifestantes que no manifestaban nada. El mayor de carabineros dio el discurso de siempre, que pareció rebotar contra una muralla humana que avanzaba casi como por inercia tras su pancarta. Al ver que sus palabras no surtían ningún efecto, ordenó a la infantería contener a los estudiantes, mientras el “guanaco” y los “zorrillos” calentaban motores. Uno de los sargentos del grupo notó algo muy extraño, que nunca había pasado en sus diez años de experiencia en las manifestaciones, y que le daba casi un poco de miedo: ningún perro callejero acompañaba la marcha.
Cuando los escudos de la policía intentaron detener la marcha, en vez de ser golpeados o empujados no fueron tomados en cuenta, y tampoco pudieron siquiera disminuir la cadencia de pasos de los estudiantes. De pronto uno de los carabineros tropezó y cayó, despareciendo aplastado bajo la pancarta sin que nadie intentara esquivarlo ni pudiera ser rescatado. En ese instante se desató la carnicería: primero con sus bastones, luego con bombas lacrimógenas y finalmente a balazos, carabineros intentó parar la columna, sin lograr ningún resultado. Cada vez que algún carabinero caía y no lograba ser recogido o escapar rápido, moría aplastado por la columna, quedando sólo enormes charcos de sangre y restos en el pavimento. En una acción desesperada el conductor de uno de los “zorrillos” se lanzó a atropellar a los estudiantes, sólo logrando que su vehículo estallara en mil pedazos.
Ocho de la mañana. Por entre los escombros de las escaramuzas que se sucedían en plena Alameda, la compacta columna de estudiantes avanzaba tras de la ya chamuscada pancarta que rezaba “Estudiantes al poder”, sin haber logrado ser detenida por nada ni nadie. Al llegar al frontis de La Moneda doblaron ordenadamente para quedar frente a las puertas del palacio de gobierno. En la USACH todo era algarabía, el batallón de robots teledirigidos había cumplido su objetivo sin mayores dificultades, y ahora por fin Chile tendría un gobierno guiado por la clase estudiantil.