Erase una vez el final de una vida. En el borde de la cornisa de un edificio de 28 pisos, una vida pendía de la decisión de un cuerpo de acabar con el todo que significa el respirar, el latir, el pensar y el sentir. La dueña de aquella vida y de esa decisión de término anticipado miraba la ciudad a modo de despedida, fijándose en todo aquello que le había estado prohibido mirar, oír o pensar hasta ese entonces. La cadena de decisiones erradas que había tomado la tenían a punto de ejecutar la última mala decisión, pero la imagen de la ciudad la había dejado congelada en su tiempo. Por primera vez veía aquello que llamaban contaminación en forma de una nata gris sobre la ciudad. Por primera vez veía la famosa congestión, al ver pasar 3 o 4 luces verdes de un semáforo sin que los vehículos lograran avanzar. Por primera vez veía aquello que llamaban amor, al ver a una pareja de ancianos caminando tomados de la mano, sin fijarse en la contaminación, la congestión o su presencia en la cornisa del edificio.
La mujer en la cornisa se sabía una víctima, por ende todo lo que le pasaba no era de su responsabilidad sino del resto. Víctima había sido de sus padres que la abandonaron al nacer y la dejaron botada a las puertas de una iglesia. Víctima de la iglesia había sido luego de ser abusada por uno de los acólitos de la parroquia. Víctima del gobierno fue cuando la llevaron a un orfanato donde era golpeada porque sí, porque no y porque tal vez. Víctima del juez fue cuando la dio en adopción a una pareja que resultó ser de una familia de traficantes de drogas. Víctima de su nueva familia se sintió al darse cuenta que, para proteger a quienes parecían quererla y a quienes creía querer, terminó convirtiéndose en una sicaria dedicada a matar rivales y hacer quitadas de drogas cada vez que se le necesitara. Víctima de su trabajo es que le tomó un gusto inconmensurable a matar, por lo cual ya no lo hacía sólo con quienes debía, sino simplemente por gusto y casi al azar. Nada era su culpa, todo era culpa de alguien más, así que no había motivo para detenerse; o al menos eso pensaba, hasta que supo que estaba embarazada.
La mujer en la cornisa ahora era una victimaria. Todo aquello que la había llevado a quedar embarazada no era su culpa, pero la decisión que tomara con su hijo en camino sí sería de su responsabilidad. No sabía cuánto podía doler el estar del otro lado, del lado de las decisiones. Al parecer era más difícil de lo que pensaba, y ello la llevó a tomar la decisión más fácil y por ende la peor: no dejar nacer a su hijo, y acompañarlo en su viaje al más allá, sea donde fuere ese lugar.
Erase una vez el final de una vida. En el borde de la cornisa el momento escogido para terminar con esa vida y con la propia había llegado. La mujer se dejó caer desde el piso 28, a sabiendas que caería en el techo del auto de sus padres adoptivos, y que ello detonaría el cinturón de explosivos que llevaba bajo su blusa. Pobre vida, ojalá en su siguiente encarnación logre nacer...