Nadie supo cómo. En una fría noche de julio de 2012 todo parecía normal en Providencia. El barrio Suecia sobrevivía pese a su ya acostumbrada decadencia. Los restaurantes de los alrededores de Pedro de Valdivia y los pubs de Manuel Montt funcionaban tal como siempre, con esa mezcla de fauna variopinta que incluía desde familias hambrientas de comida chatarra hasta solterones hambrientos de sexo rápido y sin preguntas. Oscuro y frío desde las seis de la tarde, a las once de la noche la gente se paseaba con kilos de ropa encima con tal de poder disfrutar algo del tiempo libre que les dejaban sus trabajos esclavizantes y sus vidas asfixiantes.
Nadie supo cuándo. De un instante a otro varias columnas de individuos aparentemente comunes y corrientes empezaron a confluir desde Apoquindo y Tobalaba por un lado, y desde Vitacura y Thayer Ojeda por el otro, para enfilar a Providencia. Parecía otra de las ya decenas de marchas que se repetían día tras día en Santiago desde que comenzó el segundo año de gobierno de Piñera, salvo por un extraño detalle en común: todos parecían tener ascendencia nórdica (o europea al menos) y ser de clase acomodada. Lenta y ordenadamente avanzaban hacia el poniente sin bajar de las veredas, en silencio, todos con las manos en sus bolsillos.
Nadie supo por qué. De improviso, y justo cuando un grupo de jóvenes (de esos denominados flaites por los arribistas) se perdía entre medio de la columna de marchantes, una alarma sonó al unísono en todos los celulares. En ese momento todos sacaron las manos de sus bolsillos, empuñando las pistolas semiautomáticas que portaban. El grupo de jóvenes se convirtió en las primeras víctimas de esa fatídica noche. Lo que hasta ese entonces era una caminata ordenada se convirtió primero en un trote, y finalmente en una estampida furiosa de gente armada que disparaba a diestra y siniestra matando a todo aquel que no se pareciera a ellos y que no anduviera en vehículos de más de treinta millones de pesos.
Nadie supo dónde. De todas partes aparecían más y más marchantes armados asesinando gente discriminadamente. Nadie que no fuera como ellos se salvaba. Sin mediar provocación y sin que ningún ruego surtiera efecto, las hordas de asesinos avanzaban hacia el poniente con un secreto pero firme objetivo: limpiar sus barrios y establecer un límite físico en Plaza Italia, para que ningún pobre ni roto venido a gente usara sus barrios.
Nadie supo cómo. A la media hora de iniciada la masacre un grupo mayor de residentes de Providencia salió de sus departamentos y casas armados con lo que tenían, para combatir contra los marchantes. En la medida que lograron reducir a los más débiles y hacerse de sus armas, la situación se pudo equilibrar, no sin antes matar a los marchantes, pues pese a haber sido desarmados seguían atacando, presas de un fanatismo realmente escalofriante. Terminada la noche sangrienta, conocida hoy en día como la Batalla de Providencia, los trescientos marchantes murieron y mil inocentes cayeron bajo su odio irrefrenable. Desde esa fecha, el límite oriente de la capital quedó en Plaza El Golf; de ahí para arriba se extiende la ciudad de Santiago Alto.