A la pequeña Jacinta le encantaba jugar. Su infancia era feliz pues sus padres, salvo las responsabilidades del colegio, la dejaban divertirse libremente, y disponía de una gran cantidad y variedad de juguetes para hacerlo, además de un casi interminable patio para ella y sus hermanos. Cada día era una aventura nueva, en la cual su fértil imaginación la llevaba por realidades inexistentes y mágicas que, apoyada por sus juguetes y por lo que encontrara a su alrededor, hacían de su vida un carnaval interminable.
Hacía ya un par de semanas que Jacinta estaba emocionada con su nuevo descubrimiento. Una tarde, tomando once con sus padres en una de las viejas y grandes sillas del comedor, se dio cuenta que si se sentaba cerca del borde su cuerpo empezaba a saltar rítmicamente, y no se detenía hasta que cambiaba de posición. Cuando le preguntó a su madre ésta le dijo algo de la sangre que pasaba a sus piernas y de los latidos del corazón, pero ello no importaba, ahora tenía un nuevo y espectacular juego que sólo necesitaba de sus piernas y la vieja silla. Desde ese día y a cada rato se sentaba en ella y se quedaba en silencio, sintiendo cómo su cuerpo se mecía, como si la silla tuviera la misma magia de los parques de diversiones. A veces se demoraba un poco en encontrar la posición precisa de sus piernas en la silla, pero cuando lo lograba la diversión estaba asegurada por horas.
A la pequeña Jacinta le encantaba jugar. Esa tarde de sábado se sentó después de almuerzo en la gran silla que arrastró con dificultad hasta el domitorio que compartía con su hermana mayor, y rápidamente encontró la posición exacta para que su cuerpo empezara con el rítmico vaivén. En esa ocasión y por primera vez se atrevió a cerrar los ojos mientras lo hacía, y la sensación fue maravillosa, parecía que toda la habitación, toda la casa, e inclusive todo el mundo se movieran al ritmo de sus piernas. En su mente de niña sentía como las paredes vibraban, como sonaban los juguetes en las estanterías, como sonaban los vasos y platos en el mueble del comedor, como sonaban los maceteros en el patio. De pronto el grito desesperado de sus padres la hizo abrir los ojos y pararse rápidamente para ir corriendo donde ellos, terminando abruptamente con el rítmico movimiento generado por sus piernas. El llamado fue justo a tiempo: si sus padres se hubiern demorado algunos segundos más en llamarla, el terremoto provocado por la mente de Jacinta se hubiera convertido en cataclismo.