El “Carrera”, uno de los dos submarinos más modernos de Chile, de la clase Scorpene, navegaba en una misión de entrenamiento de rutina por los mares del sur, más allá de Talcahuano. La tecnología de última línea permitía a los marinos cumplir con su tareas con la tranquilidad necesaria para no temer por sus vidas y poder sacar el mayor provecho al primer viaje en esa nave. El comandante del submarino y el piloto se preocupaban que todo estuviera en orden, velando por el bienestar de la tripulación y de una de las joyas de la Armada.
Esa tarde arreciaba una fuerte tormenta en Ancud, lo que tenía a todos los pescadores a buen resguardo en sus casas para evitar una tragedia, pese a lo complicado que era sobrevivir a una jornada sin pesca. En el Carrera, a doscientos metros de profundidad, la tranquilidad era incomparable, casi pasmosa. A esa hora los marinos se estaban preparando para ir a comer, así que tenían algo de tiempo libre para descansar y conversar de lo que fuera excepto de los ejercicios del día. En el momento en que se dirigían a comer, un fuerte estruendo remece por completo la estructura del submarino, lo que activa todas las alarmas de la nave y desata el rápido desplazamiento de los marinos a sus puestos para evaluar la situación y ayudar en lo que se necesitara para salvar al tiburón de acero y sus vidas. Cuando el capitán recibió los reportes, el panorama se puso más oscuro que la profundidad a la que se encontraban: al parecer uno de los sonares arrojó un dato errado, lo que los llevó a chocar contra una pared de roca, inhabilitando los mecanismos de ascenso y descenso. En esos momentos una de los artilugios más modernos de la marina se empezaba a convertir en la tumba más multitudinaria y cara del país. Un par de minutos después, el submarino giró ciento ochenta grados sobre su eje y empezó un vertiginoso descenso, casi en caída libre, a una fosa abisal.
Lentamente la desesperación empezó a invadir a los más jóvenes, a sabiendas que la muerte llegaría de un momento a otro. Cuando ya no parecía haber modo de empeorar la situación, un segundo impacto hizo un forado de cuatro metros de largo en la parte superior del submarino, matando a seis tripulantes y al piloto. El capitán simplemente esperaba que el final fuera rápido, no quería que esos jóvenes sufrieran por horas antes de morir. Mientras pasaban miles de ideas por su cabeza, los instrumentos volvieron a fallar, mostrando que la nave estaba ascendiendo. De pronto notó que todos los instrumentos mostraban lo mismo, y la sensación en su abdomen también. Sin saber cómo su submarino, con toda la tripulación sobreviviente, estaba subiendo sin mayor esfuerzo. Un tercer impacto les avisó que estaban en la costa.
Cuando el capitán salió por la escotilla del Carrera se encontró con una fuerte lluvia que obnubilaba su vista. De pronto, en unas rocas a veinte metros de donde los encallaron, divisó una pequeña y delgada silueta. Al iluminarla con su linterna de mano, vio a una delgada muchacha de rubia cabellera y vestido de algo parecido a... algas. Cuando vio detrás de la muchacha a su piloto y a los seis tripulantes muertos, supo que la Pincoya los llevaría esa misma noche a seguir cumpliendo labores de mar, ahora a bordo del Caleuche.