Mientras la noche avanzaba a pasos agigantados, el bioquímico intentaba encontrar las respuestas a aquellas preguntas que ya no alcanzaría a hacer. Todos los años de estudio, práctica y docencia no se le servían de nada en esos momentos en que la realidad se demostraba tal como era ante él, y no del mismo modo en que creía que era ni menos como le habían enseñado. Ahora no quedaba más que esperar a que las reacciones químicas iniciadas y en proceso llegaran a un fin que no era capaz de antelar, y que estaban desatando en su cerebro una reacción hasta ese entonces desconocida: miedo.
El bioquímico era un ortodoxo de la ciencia. Cualquier dogma existente, fuera política, religión o deporte, no era digno de ser siquiera considerado si no tenía alguna base científica sólida que cimentara sus principios. Era tal su apego a las ciencias que a veces no era capaz de darse cuenta que con su conducta también parecía estar formando un dogma como tal. Su fundamentalismo rayaba casi en lo patológico, lo cual lo hacía enfrascarse en innumerables ocasiones en ásperos diálogos para demostrar o imponer su punto de vista. Así, día tras día seguía luchando por imponer a la ciencia como la nueva diosa de la racionalidad humana.
Una tarde cualquiera estaba discutiendo con un par de conocidos en un café, cuando un viejo yerbatero entró a ofrecer sobres con tisanas e infusiones varias. Ello llevó al bioquímico a denostar al viejo y sus hierbas, quien luego de intentar evitar en tres o cuatro ocasiones responder al agresivo científico, le recordó que muchas de las fórmulas en uso en el presente y aceptadas mundialmente habían nacido de la vieja alquimia. El científico intentó refutar, pero el viejo yerbatero dio media vuelta y salió por la puerta del café, no sin antes dejar en la mesa un pequeño sobre con un contenido semisólido y un panfleto con instrucciones. Con una mezcla de desdén y curiosidad tomó el panfleto donde se leía una serie de pasos a seguir para convertir el contenido del sobre en una pócima de eterna juventud. Luego de reír de buena gana vio que los pasos no tenían nada de especial: disolver, mezclar, hervir, sublimar, diluir y finalmente beber, no sin antes recitar una suerte de conjuro en latín. Decidido a divertir a sus conocidos con el regalo del yerbatero, los invitó a su laboratorio para hacer la fórmula, poniendo algo de su cosecha: siguió todos los pasos en orden inverso, y leyó el conjuro al revés luego de haber bebido el amargo brebaje.
Mientras la noche avanzaba a pasos agigantados, el bioquímico intentaba encontrar las respuestas a aquellas preguntas que ya no alcanzaría a hacer. No sabía cómo no había notado la advertencia al final del panfleto que decía que si hacía todo al revés, en vez de lograr la eterna juventud, crearía una semilla del alegórico árbol de la vida, capaz de crecer en cualquier medio y circunstancia. Sus conocidos habían huido despavoridos cuando vieron que su piel bruscamente tomaba un tinte verdoso. Un agudo dolor en la boca del estómago y la brusca salida a través de su piel de una larga y gruesa rama de árbol ensangrentada terminaron por aclarar sus dudas.