Once y media de la mañana. Como todos los días el añoso artillero empezaba el ascenso del pequeño cerro Santa Lucía, llamado originalmente Welén por los mapuche, para cumplir con el tradicional rito del cañonazo de las doce, que funcionaba más que nada como un atractivo turístico más en la capital de Chile. Su parsimonioso paso estaba calculado para permitirle llegar a tiempo a la torre donde se encontraba el cañón, cargar la salva, y disparar justo al dar el mediodía. Eran pocos los que usaban aún ese sistema para saber la llegada del mediodía, pero siempre quedaban románticos de su ciudad que seguían añorando tiempos más simples.
Once cuarenta. En el bandejón central de la Alameda, a media cuadra del cerro, varias personas intentaban cruzar la calle tratando de ganarle minutos al semáforo y a la vida. De improviso una extraña nube que no era nube empieza a aflorar desde el mal cuidado cemento del bandejón; a los pocos segundos un extraño espectro largo y delgado aparece a la aterrorizada vista de quienes circulaban a esa hora a pie y en vehículos por la atestada avenida, causando un caos de proporciones. En la medida que el espectro con forma de serpiente gigante que parecía sacado de historieta de animé afloraba y se retorcía en el aire, la estampida de personas y vehículos se hacía incontrolable.
Once cuarenta y ocho. El artillero, ajeno a la debacle que ocurría algunos metros más abajo, se disponía a cargar la salva en el cañón. Cuando abrió la compuerta vio con estupor cómo un gigantesco fantasma con forma de serpiente de más de doscientos metros de largo se revolcaba en el aire frente al cerro. Nunca había creído en fantasmas, pero no era necesario creer en lo que estaba viendo con sus propios ojos.
Once cincuenta. Un seco pero potente estruendo se escucha en el cerro Santa Lucía, seguido de la característica bocanada de humo que salía de la boca del cañón. Tras ese disparo el gigantesco espectro con forma de serpiente se retorció en el aire como impactada por un proyectil mortal, desapareciendo para siempre. Gracias a Gnenechén el artillero había sido precavido y había guardado ese proyectil especial que le había dado la machi de la zona central, por si ocurría aquella extraña aparición alguna vez en la vida. Luego de cerrar las compuertas sacó el viejo celular que tenía y llamó a la machi para contarle que Caicaivilú había aparecido, señal inequívoca del momento exacto para despertar a Trentrén. La misma machi se encargaría de arreglar el tiempo y restarle los diez minutos que faltaban para las doce al reloj de la Tierra para no perder la tradición del cañonazo de las doce.