Esa tarde de domingo en Santiago por fin había salido el sol de nuevo, luego de un lluvioso invierno que había caído sobre la capital durante todo agosto y la primera semana de septiembre. Esa lluvia casi incontrolable de seis semanas había apaciguado un poco los ánimos caldeados por la situación política del país, luego que los años anteriores no se hubiera logrado nada luego de meses de paralización y movilizaciones sociales; ello había hecho que ese 2013, año de elecciones presidenciales, partiera con nuevas marchas y paralizaciones desde que terminaran las vacaciones de verano. El ambiente estaba cada vez peor, la violencia se estaba apoderando progresivamente de las acciones de protesta y de represión, siendo cada día más habitual que hubiera lesionados graves y hasta muertos dentro de los manifestantes y de carabineros. Sólo las seis semanas de lluvia imparable habían atenuado en parte el fuego que encendía las pasiones y pulsiones de un y otro bando.
Ese domingo el lugar escogido por las familias para sacar a sus hijos y para hacer algo de deporte de fin de semana fue el cerro San Cristóbal. El parque Bustamante, el parque Forestal y el cerro Santa Lucía ya no eran sentidos como lugares seguros luego de la destrucción del metro en Bustamante en marzo del 2012, el incendio del cerro en agosto del 2012 y la muerte de seis manifestantes y dos carabineros en el Forestal en febrero del 2013. Así, sólo quedaba el San Cristóbal como uno de los pocos espacios públicos y con naturaleza amigables para la ciudadanía. Cada cual según sus posibilidades, recursos y ganas se acercó al cerro custodiado desde su cumbre por la conocida Virgen del Cerro que parecía mirar silenciosa por encima de la ciudad que debía proteger.
Cerca del mediodía una turba de más de dos mil personas intentaba avanzar desde varios puntos hacia la subida de calle Pío Nono, llevando piedras, palos y algunos bidones de combustible. A los pocos minutos un helicóptero sobrevolaba la zona dando la alerta para que sendos buses policiales y carros lanza aguas y lanza gases bloquearan el acceso al cerro. El enfrentamiento era casi inevitable, y las posibilidades que terminara con más de algún muerto por cada lado era previsible, más que nada por toda la rabia contenida durante las seis semanas de lluvia imparable. Los civiles inocentes que llevaban a sus familias a pasear no sabían qué hacer, y muchas voces se alzaron rogando a la estatua de la Virgen por salvación. De improviso una extraña vibración se empezó a sentir en las cabezas de todos los habitantes de la capital, captada por algunos como un sonido y por otros como un temblor que sacudía algo más que sus cuerpos.
Esa tarde de domingo en Santiago por fin había salido el sol de nuevo, luego de un lluvioso invierno que había caído sobre la capital durante todo agosto y la primera semana de septiembre. Tanto manifestantes como carabineros se encontraban en sus hogares y cuarteles despertando de un extraño sueño, tal como el resto de los habitantes de la capital que se desperezaban luego de una agradable siesta. La Virgen del Cerro había cumplido su misión: su blanca cubierta ocultaba una gigantesca estatua de cuarzo, cuya energía se liberó gracias a la fuerza de los ruegos de los asustados habitantes, logrando al menos una tarde de tranquilidad.