El violinista caminaba apurado hacia su casa. Había salido más tarde que de costumbre del ensayo y sólo deseaba llegar a su hogar para descansar de las largas jornadas que implicaban preparar una sinfonía de Beethoven, y más aún cuando el director de la orquesta era un afamado músico invitado especialmente para esa ocasión. Él era miembro de esa orquesta sinfónica hace años, y en pocas ocasiones tenían la posibilidad de tocar con un director de la fama de quien los dirigía para esa pieza, por tanto había que sacrificar algo de tiempo para que todo saliera perfecto.
El joven era un músico algo obsesivo. Había gastado una gran suma de dinero para comprar el violín que quería, y lo cuidaba más que a su familia o a su propia vida. Lo limpiaba con los mejores aceites para madera, conseguía pez de castilla original, usaba sólo cuerdas de tripa y en cuanto notaba alguna vibración extraña las cambiaba de inmediato sin pensar en el tiempo que las había utilizado. Así, era asiduo cliente de la tienda de música del sector, cuyo dueño se encargaba de conseguir los mejores insumos disponibles en el mundo. Extrañamente en ese tiempo las cuerdas que tenía habían salido de una calidad muy superior a las anteriores, durando ya casi cuatro veces el tiempo promedio de vida útil.
El violinista caminaba apurado hacia su casa. A la vuelta de la esquina se encuentra de frente con el dueño de la tienda de música. Algo extrañado por no haberlo visto nunca por su barrio lo saluda cortésmente, recibiendo como respuesta una certera puñalada en el cuello. Rápidamente el dueño de la tienda sube el cuerpo aún moribundo del violinista a su auto, que servirá para renovar su stock de cuerdas de tripa: hacía tiempo que ya no se conseguían buenas cuerdas de tripa de gato, y él no tenía corazón para andar asesinando gatitos...