La muchacha estaba sentada en el borde de la cornisa a veinte pisos de altura. El mundo se veía extraño bajo sus pies, todo agitado y pequeñito sesenta metros abajo alrededor del edificio del cual colgaban sus piernas, a punto de caer y encontrar el final de su desdichado destino. Ya no tenía miedo, sólo le quedaba esperar el momento exacto.
La policía y los bomberos habían sido avisados de la suicida en la cornisa del edificio corporativo de la compañía de seguros. Parecía una ironía que alguien intentara suicidarse saltando desde la azotea de una compañía de seguros: tal vez tenía deudas y quería llamar la atención saltando desde esa torre, tal vez tenía una pena de amor y había escogido el edificio al azar, inclusive hasta podía tener una póliza de seguros y quería hacerla efectiva para su beneficiario. El asunto es que sin importar la causa deberían intentar salvarla, y si no se podía, al menos evitar que matara a alguien en su caída.
El policía encargado de la negociación se acercó a ella lentamente por la espalda. Llevaba una radio abierta para que pudiera ser escuchado su diálogo, y usaba un audífono donde podría recibir instrucciones de parte de los psicólogos que los asesoraban. Poco antes que llegara donde la muchacha ella volteó a mirarlo despreocupadamente. El policía se aprestaba a hablarle cuando la muchacha giró su cuerpo nuevamente hacia el vacío; no tenía más opciones que acercarse más para poder empezar a dialogar.
La muchacha estaba sentada en el borde de la cornisa a veinte pisos de altura. De pronto notó que el policía se sentó a su lado y empezó a hablarle; en ese momento lo tomó por el brazo lanzándolo al vacío sin mediar provocación. Los gritos de desesperación del policía y de la gente en la calle se apagaron con el estallar del cuerpo contra el pavimento. La muchacha lo había logrado otra vez: había sacrificado un varón joven justo antes que venciera el plazo del pacto con satán por su alma a cambio de juventud eterna, tal como lo hacía una vez por año por ya casi mil doscientos años.