A cien metros de la
cumbre, el cansado montañista intentaba apurar su paso. Pasados los
cinco mil metros de altura el oxígeno se hace notoriamente escaso
hasta para los escaladores avezados, pese a lo cual Antonio seguía
luchando por mantener su velocidad de subida, haciendo uso del máximo
de sus capacidades. En esos instantes no batallaba sólo contra su
ego, si no también contra su reloj.
Antonio era un militar
chapado a la antigua. Aquellos rancios conceptos de honor, patria,
deber y defensa de los más débiles estaban grabados a fuego en su
alma, gracias a la férrea crianza dada por su padre y los sabios
consejos de su abuelo, ambos militares de carrera condecorados por
servicios a la patria y sin batallas en el cuerpo. Antonio ingresó
ilusionado a la academia militar, presto a encontrarse con maestros
del arte de la guerra que llevarían las enseñanzas de su familia
varios niveles más arriba; a poco andar se dio cuenta que el tiempo
había dejado una huella indeleble no sólo en el mundo real si no
también en la academia: ahora no era más que una escuela de
conocimientos militares, sin valores ni filosofía, tal como ocurría
en todos los ámbitos de la realidad humana. La decepción no fue
suficiente como para hacerlo cambiar de rumbo, pues no conocía nada
más que lo que su familia le había enseñado, así que seguiría
hasta el final, pues así lo había jurado ante el lecho de muerte de
su abuelo y frente a sus padres.
Cincuenta metros separaban
a Antonio de su objetivo. Especializado en operaciones especiales,
había logrado en corto tiempo aprender todo lo que fueron capaces de
enseñarle: por más que esperó, nunca se tocó en su formación lo
que su familia le dijo que debería ser el pilar fundamental de su
carrera. Así, no le quedó más que aprender y aprobar curso tras
curso, para luego de graduado y de obtener su grado de teniente,
volver a la casa paterna a escuchar aquello que ansiaba encontrar
fuera de ella.
Diez metros. La cumbre
estaba a la vista. Luego de un último esfuerzo llegó a la cima,
clavó su pequeña bandera y de inmediato revisó su cronómetro: el
tiempo fue preciso, dos minutos antes de lo estipulado, suficiente
como para encender su computador personal y conectarse a internet
satelital. En cuanto logró la conexión sonó la alarma de su reloj,
y pudo ver con alegría en su pantalla cómo la academia militar que
lo había formado como un técnico en la guerra y no como militar de
honor volaba en mil pedazos, fruto de las cargas de demolición que
había dejado colocadas y programadas antes de su ascenso. Ahora que
había librado a la patria de toda esa basura, y que se verían
obligados a hacer las cosas de cero y por fin bien, gracias a cientos
de apuntes que dejó en un sobre lacrado en la comandancia del
ejército, podía terminar de guardar su honor como los soldados de
antaño. El ruido seco del disparo del revólver Smith&Wessons
calibre 45 de su abuelo, y la sangre y sesos desparramados en la
nieve, no alcanzaron a perturbar la paz de la montaña.