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miércoles, agosto 29, 2012

Orquesta

Voces. Voces por doquier. Un coro parece cantar cien canciones distintas a la vez, cada cantante interpreta su partitura sin preocuparse de los demás, a sabiendas que ninguna es la misma canción. Sonidos. Sonidos por todos lados. Una orquesta de cien músicos toca lo que quiere, sin partituras, haciendo oídos sordos al ensorcedecedor ruido; cada cual sigue su creación personal, y muchas de las cuerdas inventan afinaciones para no sonar como debieran.

Un hombre de esmóquin negro, camisa blanca y humita negra está de pie frente a ellos, con una batuta apuntando al suelo y su vista escudriñando el cielo, con sus ojos y oídos cerrados, y los brazos levemente abiertos, con sus dedos separados. El hombre pareciera absorber por sus dedos la armonía de la tierra y con su rostro la melodía del universo. Su respiración se agita con cada sílaba cantada, su frecuencia cardíaca se altera con cada nota salida de cada instrumento, sus músculos vibran al arrítmico ritmo de los doscientos intérpretes; así, su cuerpo a cada segundo se desgasta más y más, sin haber certeza alguna de cuánto aguantará. De pronto su realidad deja de fibrilar, sus ojos se abren, sus oídos permanecen cerrados, sus manos se empuñan y su batuta toma la sensibilidad de un martillo nórdico y la delicadeza de una espada de acero templado. Su mano izquierda eleva la batuta y sus ojos se clavan en los cuatrocientos ojos que yacen delante de él, encerrados en la música de sus almas. En ese instante los doscientos músicos se paralizaron, y un silencio más ensordecedor que el concierto inicial llenó la realidad, enloqueciendo a cientos de los miles que escuchaban en las sombras.

Uno, dos, tres golpes de batuta en el atril de madera resuenan de improviso en el aire, rompiendo el silencio y terminando con la parálisis de los doscientos cuerpos, quienes volvieron a una posición de reposo, como si nunca hubiera pasado nada. El hombre de esmóquin negro separó y subió sus manos, y llevó la punta de la batuta hacia el cielo. A sabiendas de la fuerza inconmensurable de la espada martillo en manos de Orfeo, las doscientas mentes se pusieron en alerta inmediata, aclarando cien sus gargantas, y posicionando otros cien sus instrumentos. Un leve ascenso de la batuta junto con una breve inspiración fue la señal para que los doscientos cerebros activaran la apertura directa del alma hacia el control del cuerpo, desconectando al momento la racionalidad y dejándola apenas en una obnubilación suficiente como para que le dijera a los músculos cómo hacer lo que hombre del esmóquin ordenara.

La batuta y la mano libre del hombre de esmóquin comenzaron a moverse rítmicamente, dibujando pequeños arcos en el aire que iban y venían. De sus manos manaba el impulso eléctrico etéreo que viajaba a la velocidad de la luz hacia las doscientas almas, guiándolas en el qué y el cómo, para que esos espíritus recibieran en la plenitud de la perfección de sus esencias eternas, la partitura del concierto universal que manaba desde el todo hacia ellos, canalizado por el director de la orquesta. Así, la música que hace vibrar la naturaleza, por un extraño y eterno momento, fue interpretada por doscientos humanos, justo antes de encarnar por vez primera en el planeta Tierra.

1 Comments:

Blogger Unknown said...

Freak. La última parte me resultó apoteósica
Buen cuento... original.

12:35 a.m.  

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