Voces. Voces por doquier. Un coro
parece cantar cien canciones distintas a la vez, cada cantante
interpreta su partitura sin preocuparse de los demás, a sabiendas
que ninguna es la misma canción. Sonidos. Sonidos por todos lados.
Una orquesta de cien músicos toca lo que quiere, sin partituras,
haciendo oídos sordos al ensorcedecedor ruido; cada cual sigue su
creación personal, y muchas de las cuerdas inventan afinaciones para
no sonar como debieran.
Un hombre de esmóquin negro, camisa
blanca y humita negra está de pie frente a ellos, con una batuta
apuntando al suelo y su vista escudriñando el cielo, con sus ojos y
oídos cerrados, y los brazos levemente abiertos, con sus dedos
separados. El hombre pareciera absorber por sus dedos la armonía de
la tierra y con su rostro la melodía del universo. Su respiración
se agita con cada sílaba cantada, su frecuencia cardíaca se altera
con cada nota salida de cada instrumento, sus músculos vibran al
arrítmico ritmo de los doscientos intérpretes; así, su cuerpo a
cada segundo se desgasta más y más, sin haber certeza alguna de
cuánto aguantará. De pronto su realidad deja de fibrilar, sus ojos
se abren, sus oídos permanecen cerrados, sus manos se empuñan y su
batuta toma la sensibilidad de un martillo nórdico y la delicadeza
de una espada de acero templado. Su mano izquierda eleva la batuta y
sus ojos se clavan en los cuatrocientos ojos que yacen delante de él,
encerrados en la música de sus almas. En ese instante los doscientos
músicos se paralizaron, y un silencio más ensordecedor que el
concierto inicial llenó la realidad, enloqueciendo a cientos de los
miles que escuchaban en las sombras.
Uno, dos, tres golpes de batuta en el
atril de madera resuenan de improviso en el aire, rompiendo el
silencio y terminando con la parálisis de los doscientos cuerpos,
quienes volvieron a una posición de reposo, como si nunca hubiera
pasado nada. El hombre de esmóquin negro separó y subió sus manos,
y llevó la punta de la batuta hacia el cielo. A sabiendas de la
fuerza inconmensurable de la espada martillo en manos de Orfeo, las
doscientas mentes se pusieron en alerta inmediata, aclarando cien sus
gargantas, y posicionando otros cien sus instrumentos. Un leve
ascenso de la batuta junto con una breve inspiración fue la señal
para que los doscientos cerebros activaran la apertura directa del
alma hacia el control del cuerpo, desconectando al momento la
racionalidad y dejándola apenas en una obnubilación suficiente como
para que le dijera a los músculos cómo hacer lo que hombre del
esmóquin ordenara.
La batuta y la mano libre del hombre de
esmóquin comenzaron a moverse rítmicamente, dibujando pequeños
arcos en el aire que iban y venían. De sus manos manaba el impulso
eléctrico etéreo que viajaba a la velocidad de la luz hacia las
doscientas almas, guiándolas en el qué y el cómo, para que esos
espíritus recibieran en la plenitud de la perfección de sus
esencias eternas, la partitura del concierto universal que manaba
desde el todo hacia ellos, canalizado por el director de la orquesta.
Así, la música que hace vibrar la naturaleza, por un extraño y
eterno momento, fue interpretada por doscientos humanos, justo antes
de encarnar por vez primera en el planeta Tierra.