Colgando a veinte metros de altura sobre el nivel del agua del pozo,
asida con todas sus fuerzas de la débil cuerda de la noria, y mientras
escuchaba crujir el casi podrido travesaño de madera en que estaba atada la
polea que servía para subir y bajar el balde, usado por décadas para sacar agua
en esas tierras desconocidas hasta para el Creador, la vieja cocinera rogaba
para que alguien escuchara sus gritos y la salvara antes de caer al vacío, o
para que su dios le enseñara a nadar en los breves segundos que duraría su
segura caída.
La vieja cocinera llevaba cerca de sesenta años cocinando como modo de
vida. En el pueblo en que había nacido y criado, y en el cual había pasado toda
su monótona existencia, ella era la encargada de darle continuidad al legado de
su madre, también cocinera, desaparecida misteriosamente veinte años atrás, y
que se había dado a la tarea de darle algo de variedad a la también monótona
tradición culinaria del lugar. La mujer había empezado a cocinar con su madre a
los doce años, y desde ese entonces, salvo para su matrimonio, sus partos y sus
duelos, la mujer no había salido nunca de la cocina a tener algo parecido a una
vida. De hecho, sus salidas tenían que ver siempre con lo mismo: ir a comprar
los ingredientes para sus platos, ir al bosque a buscar raíces, hierbas u
hongos que le dieran un toque particular a su sazón, e ir por uno de los
ingredientes centrales de todo lo que cocinaba y comía: el agua del pozo.
El pozo era el único lujo que tenía su familia. El tener ubicado un
pozo en su propiedad era casi motivo suficiente para ser considerada de otra
clase social, pues casi la totalidad de los habitantes del pueblo debían
compartir un par de pozos grandes, que también servían de abrevaderos para los
animales, lo que los obligaba a perder una gran cantidad de tiempo
transportando agua y esperando su turno para extraerla. Así, la cocinera
simplemente salía al patio a buscar agua, y podía de inmediato seguir con sus
preparaciones.
El agua de su pozo era especial. Un par de veces había cocinado sopas
y verduras con el agua de los pozos del pueblo, sin lograr el mismo sabor
característico de su cocina; en cuanto se dio cuenta de la diferencia, guardó
con celo su secreto y siguió haciendo maravillas para sus clientes, y traspasando
sus conocimientos a su hija, quien ya contaba cuarenta años, sin mencionarle el
detalle del agua.
Esa mañana la vieja cocinera decidió hacer una sopa para acompañar el
plato fuerte del día, y abrir aún más el apetito de sus comensales, por lo cual
salió temprano y sola al pozo a buscar agua. Los años de esfuerzo habían hecho
mella en sus fuerzas, por lo cual hacía ya un par de años que algún familiar
sacaba el balde lleno de agua por ella; sin embargo esa mañana se sentía con
ganas de cocinar, y no creyó necesario despertar a alguno de sus nietos para
algo tan simple como era sacar medio balde de agua. La mujer bajó con cuidado
el balde con la cuerda, y una vez que el peso le indicó que estaba a la mitad,
lo empezó a subir con dificultad. Cuando iba a la mitad del trayecto la cuerda
dejó de moverse: al parecer el balde se había atascado en una de las paredes
del pozo, por lo que no le quedó otra opción que subirse al borde del pozo para
tratar de desenredar la cuerda con el balde. Justo cuando iniciaba el tercer
intento, su cuerpo se balanceó hacia adelante, dejándola colgada a veinte
metros del agua.
Luego de un minuto
colgando de la cuerda, y ya sin fuerzas para seguir gritando, las manos de la
mujer no soportaron más, cayendo rápidamente los veinte metros y estrellándose
con la pared de agua al fondo del pozo. Un poco antes de perder la conciencia
luego que sus pulmones se llenaran de agua, descubrió con espanto que el toque
distintivo del agua de su pozo eran los restos de las cocineras que habían
muerto ahogadas, generación tras generación: ahora le tocaba a ella ser parte
de la fama de su hija.