La atlética muchacha trotaba por el parque, rauda.
Su cuerpo escultural, esculpido tras años de actividad física, avanzaba sobre
la gravilla ataviado con un mínimo peto que apenas cubría su generoso pecho, y
unas apretadas calzas que dejaban ver el límite entre sus marcadas piernas y
sus perfectos glúteos, que generaban envidia en las mujeres y excitación en los
hombres. El conjunto lo completaban unas modernas zapatillas fabricadas para
disminuir el impacto en su cuerpo y permitirle seguir en su actividad por años,
que hacía juego con el resto de su tenida, pero que definitivamente pasaban
desapercibidas para quien la mirara en el parque.
La muchacha era hija de deportistas. Su padre,
corredor de medio fondo y su madre, una destacada gimnasta artística, la
criaron en un entorno de deporte y vida sana, en que el cuerpo era un templo a
cuidar, fortalecer y formar a gusto de su propietario, para los fines que cada
cual estimara convenientes. Así, en su infancia y adolescencia sus progenitores
se preocuparon que explorara todas las disciplinas deportivas existentes para
que ella, a los quince años, decidiera qué hacer a partir de esa fecha. Luego
de practicar todo lo practicable, y de tomarse un tiempo de descanso absoluto
en que se dedicó a leer también de todo un poco, decidió que su futuro estaría
en el atletismo, y específicamente en las carreras de fondo.
La muchacha había logrado con el paso de los años una
capacidad aeróbica envidiable, superior inclusive que la de muchos adultos, y
cercana a las de los atletas de renombre de su categoría. Sin embargo, algo
faltaba en su desarrollo muscular que le permitiera superar a sus rivales y
convertirse en una lumbrera del maratón a nivel internacional. Luego de recibir
sendas recriminaciones de parte de sus padres cuando mencionó el tema de usar
alguna droga que la potenciara y le diera ese algo que le faltaba, supo que
debería buscar ese algo dentro de los límites del cuerpo sano y la mente sana. Sin
embargo, la vieja frase del atletismo no aludía en ninguna de sus palabras a un
alma sana.
Durante el tiempo que la muchacha tomó para
decidir a qué deporte dedicarse, llegó a sus manos un texto de brujería, que
prometía, a cambio de una simple unión sexual con un íncubo, cumplir cualquier
petición. A sabiendas que ningún código de ética deportiva penaba los ritos
satánicos, la muchacha se decidió a pagar el precio, entregándole su virginidad
a una entidad de forma indescriptible, que luego de cerca de doce horas de
cometer todas las aberraciones sexuales imaginables y otras tantas ajenas a la
imaginación de cualquier ser encarnado, se dispuso a cumplir la petición de la
joven. Luego de pensar en lo que ella le pidió, el íncubo le dio la ventaja que
necesitaba para ser invencible en el maratón.
La atlética muchacha trotaba por el parque, rauda.
Ahora por fin estaba segura que nadie la podía vencer, pues el íncubo había
cumplido su palabra. La muchacha corría más rápido que nadie los cuarenta y dos
mil ciento noventa y cinco metros, gracias a la intervención del demonio. Qué
más daba todo lo que la bestia le había hecho durante esas doce interminables
horas, si ahora nadie la podría vencer; el demonio había optado por la solución
más simple: disminuir la resistencia del viento eliminando la cabeza de la corredora.
A partir de ese entonces nadie la superaría, probablemente nadie lo intentaría,
y seguiría atrapando todas las miradas.