El pequeño niño lloraba
desconsolado. El juguete que más quería estaba a punto de ser quemado, y ni
siquiera sus padres parecían tener intenciones de querer salvarlo. A sus seis
años, era la pena más grande que le había tocado vivir, desde que tenía uso de
razón.
El niño era el hijo único de
una joven pareja de practicantes religiosos, que lo habían traído al mundo
porque era ley de dios mantener poblada la tierra. El niño nunca se había
sentido querido por sus padres, así que buscaba en la naturaleza el amor que no
recibía de parte de sus progenitores. Así, el pequeño pasaba el día
recolectando insectos y gusanos, que se convertían en sus incidentales
compañeros de juego hasta que alguno lo picaba y terminaba aplastado, o hasta
que se aburriera y los dejara volver a sus particulares existencias.
Un día de festividad religiosa,
en que se instalaban vendedores itinerantes formando una feria que ayudaba a
los fieles a mantener las largas jornadas de penitencia y oración, el niño y
sus padres paseaban entre las mesas mirando lo que había y que pudiera servir
para seguir rindiendo culto del modo más pío posible, evitando los puestos de
juegos de azar y banalidades. Entre todas las mesas, la madre del pequeño
encontró una que vendía maderas aromáticas para quemar las ofrendas; en la mesa
de al lado, una vieja mujer vendía muñecos con formas de animales, lo que de
inmediato llamó la atención del pequeño, quien empezó a pedir a sus padres que
le compraran uno, siendo ignorado por ambos. Justo antes de irse del lugar, la
vieja se compadeció del niño y le regaló un pequeño juguete con forma similar a
la de un oso.
Desde ese día el niño dejó de
jugar con insectos, y dedicó su vida al muñeco. Todas sus energías se
destinaban en mantener al oso entero y lo menos sucio posible, para que su
madre no se enojara con ellos. La vida del pequeño se hizo un poco más feliz, y
la de sus padres algo más tranquila, al no tener que lidiar con las picaduras
en la piel de su hijo, y los insectos aplastados en su cama.
Un par de semanas después,
mientras se encontraba jugando fuera de la choza de sus padres, un gran barullo
se apoderó del lugar, que provenía de casi toda la gente del pueblo, que
parecía marchar en dirección al templo de oración. Algunos minutos más tarde, sus
padres, su oso y él se sumaron al grupo. Cuando llegaron al lugar, a las
afueras del templo había un gran poste de madera enterrado verticalmente,
rodeado de pedazos de madera de todos los tamaños en su base, y con una mujer
atada a él. El pequeño con alegría reconoció el rostro de la mujer amarrada:
era la vieja que le había regalado su juguete amado.
Luego de un rato en que todos
vociferaban y la mujer parecía haberse quedado dormida, el líder del templo
llegó con una antorcha y encendió los palos en la base del poste, para que la
amable vieja se empezara a quemar. De pronto el hombre vio en los brazos del
niño el juguete, ordenándole a sus padres que se lo quitaran para lanzarlo al
fuego junto con su creadora. Sin que sus fuerzas sirvieran de nada, el juguete
le fue arrebatado de las manos y entregado al líder religioso.
El pequeño niño lloraba
desconsolado. El juguete que más quería estaba a punto de ser quemado, y ni
siquiera sus padres parecían tener intenciones de querer salvarlo. Justo antes
de caer en la hoguera, el demonio que poseyó el cuerpo de la vieja, y que había
ocupado por algunos minutos el maltrecho juguete, se apoderó del cuerpo del
niño, salvándose nuevamente de volver a su hogar antes de tiempo. Esa noche se
encargaría de degollar a todos en el pueblo, y probablemente dejaría algún
muñeco con forma de oso en el abdomen abierto del líder religioso, o tal
vez ocupando el lugar de sus genitales, sólo para reírse un poco del nuevo fallido
intento.