En su lecho de muerte, que no
era más que la piedra donde había caído luego de cinco o seis golpes de espada,
el joven guerrero esperaba el instante en que su alma se deshiciera de una vez
por todas del cuerpo maltrecho de veintitrés años, que apenas le había servido
para luchar por siete años para su rey, y en contra de aquellos otros muchachos
que estuvieran del lado del rey rival del suyo, para iniciar el camino hacia el
paraíso prometido a todos los guerreros que murieran en batalla, o en nombre de
quien habían jurado defender.
A los dieciséis años, el
entrenador de los muchachos decidió que su cuerpo ya estaba listo para ser
liberado en el campo de batalla; desde ese instante, su vida se transformó en
una vorágine de sangre, matanzas, violaciones, y pérdida de todo lo que pudiera
en su momento considerarse humanidad. En su segunda batalla, el muchacho medio
decapitó a un viejo guerrero que usaba mal su escudo y no sujetaba su espada;
cuando el joven se acercó al cuerpo agonizante del anciano, descubrió que entre
sus ropas llevaba a un perro, el que estaba sujetando para salvarlo de morir en
medio de la batalla. Sin pensarlo dos veces, el joven adoptó al perro como su
compañero.
Cuando el muchacho llegó al
campamento, le dio parte de su comida al animal, e hizo lo único que sabía
hacer: empezar a golpear al perro, tal como a él lo habían golpeado desde los
siete años, para enseñarle a pelear a su lado. Así, día tras día, el joven y el
perro adquirían cada vez más fuerza y más furia para luchar en batallas que les
eran ajenas, pero que al fin de la jornada justificaban la comida, el agua, el
calor y la ropa.
Pasados los años, ambos
guerreros aprendían el uno del otro a combatir como un todo, ayudándose,
protegiéndose, y conformando algo parecido a lo que las personas que no vivían
de la guerra llamaban vida. El hecho de llegar vivos y enteros al final de la
jornada era suficiente para sentirse felices, y compartir una caricia con el
otro.
En la fatídica batalla final,
joven y perro avanzaban con fiereza entre las tropas rivales, que los superaban
en número y preparación, haciendo hasta lo imposible para sobrevivir y lograr
hacer mella en sus rivales. De pronto un soldado montado a caballo cargó en su
contra, y justo cuando estaba por ser aplastado por el corcel, el caballar
recibió una poderosa dentellada en una de sus patas traseras de parte del
perro, quien casi al instante murió a ser coceado por la otra pata del enorme
animal, que le dio de lleno en la cabeza. El joven desesperado apuñaló con su
espada al caballo, quedando su espada atrapada en la musculatura de la bestia,
lo que facilitó que su jinete le propinara los cinco o seis golpes de espada
que lo dejaron al borde de la muerte.
El joven seguía tendido en la
piedra, desangrándose lentamente, en espera que la dolorosa espera por la Parca
durara el menor tiempo posible. De pronto frente a su nublada vista apareció la
imagen de su perro. El joven intentó levantar la mano para acariciar al animal:
en ese instante el espíritu de su compañero le mordió el cuello para
destrozarlo de una vez, y poder por fin irse juntos al paraíso de la guerra, en
las tierras de Hades.