Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, enero 08, 2014

Quince



Quince minutos. El reloj parece avanzar a toda velocidad, haciendo sentir que estos quince minutos durarían con suerte dos o tres. El tiempo es una verdadera maldición, cada vez que uno necesita que las cosas pasen rápido el reloj parece no avanzar, y cuando más tiempo se necesita, más rápido parece llegar el término de los plazos. El tiempo es magia, el tiempo no es física, el tiempo se maneja con mezclas alquímicas en cazos de acero negros de tanto haber sido hervidos, y no en computadores de última generación de múltiples núcleos con sistemas de refrigeración por líquido. Lamentablemente, nunca he sido capaz de encontrar a ese mago que gobierna el tiempo para pedirle que haga sus embrujos mirando hacia otro lado.

Diez minutos. La mezcla de sustratos en el cazo de Cronos varió su composición, pues ahora el tiempo se enlenteció, y a partir de los diez minutos en la cuenta regresiva, los segundos se sienten como minutos, y los minutos como horas; cuántas veces he pasado por esto, cuántas veces el sufrimiento se ha hecho eterno, y la felicidad ha pasado por mi lado sin que la haya alcanzado siquiera a notar. A mi alrededor los engranajes del tiempo suenan y crujen, pues el tiempo es una vieja máquina, casi sin tiempo, y que existe antes de su propia existencia. Pese a lo que algunos quisieran creer para confirmar sus anhelos de sabiduría, el tiempo es eterno en todos los sentidos.

Cinco minutos. La ansiedad empieza a apoderarse de mi, y la desidia del tiempo que me rodea. Por más que espero a que el tiempo pase más rápido, como mi efímera felicidad, la velocidad de los sucesos sigue tal cual, alargando innecesariamente la llegada de lo que ha de venir. No quiero creer que los quince minutos que decidí, serían exactamente quince minutos.

Un minuto. El tiempo se cumplió, ya quedan sólo segundos para que termine el plazo. Siempre pensé que quince minutos era tiempo suficiente como para pensar en mi decisión, arrepentirme, o replantearme todo lo que me ha sucedido; pese a ello, estos quince minutos sólo me sirvieron para pensar en el tiempo, y perderlo por ende. Y qué mejor lugar para pensar en el tiempo y perderlo, que en el reloj del campanario; esta vetusta y casi perfecta máquina que lleva casi cien años funcionando a decenas de metros de altura, marcando con su mecanismo hora tras hora, minuto tras minuto, segundo tras segundo, y que además posee un maravilloso carillón que suena automáticamente al llegar el mediodía. Fue a ese mecanismo, al del carillón, al que enganché el otro extremo de la cuerda que va atada con un lazo a mi cuello, para que justo a las doce del día, me saque de una vez por todas de esta patética vida.