Quince
minutos. El reloj parece avanzar a toda velocidad, haciendo sentir que estos
quince minutos durarían con suerte dos o tres. El tiempo es una verdadera
maldición, cada vez que uno necesita que las cosas pasen rápido el reloj parece
no avanzar, y cuando más tiempo se necesita, más rápido parece llegar el
término de los plazos. El tiempo es magia, el tiempo no es física, el tiempo se
maneja con mezclas alquímicas en cazos de acero negros de tanto haber sido
hervidos, y no en computadores de última generación de múltiples núcleos con
sistemas de refrigeración por líquido. Lamentablemente, nunca he sido capaz de
encontrar a ese mago que gobierna el tiempo para pedirle que haga sus embrujos
mirando hacia otro lado.
Diez
minutos. La mezcla de sustratos en el cazo de Cronos varió su composición, pues
ahora el tiempo se enlenteció, y a partir de los diez minutos en la cuenta
regresiva, los segundos se sienten como minutos, y los minutos como horas;
cuántas veces he pasado por esto, cuántas veces el sufrimiento se ha hecho
eterno, y la felicidad ha pasado por mi lado sin que la haya alcanzado siquiera
a notar. A mi alrededor los engranajes del tiempo suenan y crujen, pues el
tiempo es una vieja máquina, casi sin tiempo, y que existe antes de su propia
existencia. Pese a lo que algunos quisieran creer para confirmar sus anhelos de
sabiduría, el tiempo es eterno en todos los sentidos.
Cinco
minutos. La ansiedad empieza a apoderarse de mi, y la desidia del tiempo que me
rodea. Por más que espero a que el tiempo pase más rápido, como mi efímera
felicidad, la velocidad de los sucesos sigue tal cual, alargando
innecesariamente la llegada de lo que ha de venir. No quiero creer que los
quince minutos que decidí, serían exactamente quince minutos.
Un minuto. El
tiempo se cumplió, ya quedan sólo segundos para que termine el plazo. Siempre
pensé que quince minutos era tiempo suficiente como para pensar en mi decisión,
arrepentirme, o replantearme todo lo que me ha sucedido; pese a ello, estos
quince minutos sólo me sirvieron para pensar en el tiempo, y perderlo por ende.
Y qué mejor lugar para pensar en el tiempo y perderlo, que en el reloj del
campanario; esta vetusta y casi perfecta máquina que lleva casi cien años
funcionando a decenas de metros de altura, marcando con su mecanismo hora tras
hora, minuto tras minuto, segundo tras segundo, y que además posee un
maravilloso carillón que suena automáticamente al llegar el mediodía. Fue a ese
mecanismo, al del carillón, al que enganché el otro extremo de la cuerda que va
atada con un lazo a mi cuello, para que justo a las doce del día, me saque de una
vez por todas de esta patética vida.