La temblorosa mano de la muchacha escribía lo mejor que podía la carta
que el viejo asesino le dictaba, sentado en el suelo y apoyada su espalda en la
muralla. La muchacha yacía en el suelo cuan larga era, usando el frío piso de
baldosas como soporte y escritorio, pues no se atrevía a incorporarse por miedo
a morir a manos de los francotiradores que los rodeaban. La vida de todos en
dicha habitación estaba en riesgo, por el solo hecho de estar en el lugar
equivocado, y en el instante menos adecuado.
El cansado asesino hablaba sin parar, dificultando la labor de la
muchacha. En una realidad donde escribir a mano es cada vez más extraño, lograr
hacerlo a la velocidad suficiente como para no perder palabra alguna de una
mente descontrolada y una lengua enredada por la respiración agitada, la edad
avanzada, y la anemia aguda causada por el disparo que había atravesado su
pierna izquierda, era una verdadera odisea. El viejo hombre parapetado en la
iglesia parecía estar dictando una suerte de testamento; en cada frase decía
legar alguna de sus virtudes o defectos a algún nombre, que probablemente
correspondía a algún familiar, usando un tono solemne para cada uno de ellos.
Mientras tanto afuera se escuchaba el silencio de los agentes de fuerzas
especiales, preparando el asalto a la capilla.
El hombre dictaba sin parar, y la muchacha luchaba por seguir
escribiendo. De pronto uno de los hombres en la sala miró desconcertado al
viejo, quien había pronunciado su nombre completo; el obeso vendedor que había
ido a la iglesia a rogar por mejores ventas, escuchó de labios del anciano su
herencia, que no era más ni menos que la capacidad de matar a corta distancia
sin necesidad de armas. Desde ese momento en adelante, cada persona en dicha
sala recibió de boca del asesino una capacidad de las que él poseía, y que
había desarrollado luego de décadas de entrenamiento y dedicación. La muchacha
no entendía nada, pese a lo cual no dejaba de escribir: ya había visto en
acción al viejo acabando con cuatro policías en menos de quince segundos y con
exactamente cuatro balas, antes de recibir el disparo en su pierna, así que no
deseaba correr el riesgo de hacerlo enojar. La chica no se inmutó ni sintió
nada cuando le tocó escribir acerca de ella, recibiendo como legado la
capacidad de acertar disparos sin necesidad de apuntar.
Una vez se acabaron los ocupantes de la habitación, el hombre dejó de
dictar en castellano, para deletrear una serie de palabras inexistentes, que la
muchacha y el resto de presentes en la habitación debieron pronunciar en voz
alta una vez terminado el dictado. El hombre se arrastró hasta donde estaba la
joven, tomó el papel, y luego de leerlo íntegramente recitó algunas palabras en
voz baja, para enderezarse y recibir un certero disparo en su cabeza, la cual
cayó sobre el papel, el que quedó impregnado de su sangre y restos de cerebro,
para luego desvanecerse bajo su cuerpo inerte.
Los rehenes se encontraban aún en la capilla, rodeados de policías,
psicólogos y peritos judiciales. Al medio del lugar se encontraba el cadáver
del viejo asesino, el cual fue finalmente levantado para ser llevado al
patólogo forense para la autopsia de rigor. Mientras todos hablaban al mismo
tiempo e intentaban captar sus atenciones, cada uno de los herederos miraba con
cuidado a quienes estaban en la habitación, para en no más de un mes
asesinarlos a todos y cobrar venganza en nombre de su benefactor.