El viejo médico de cabecera llegó al hogar de la familia Pereira. El
padre salió presuroso a abrir la puerta, para guiar al cansado profesional por
los pasillos de la casa que ya había recorrido en varias ocasiones, para llegar
a la habitación del hijo menor del matrimonio, en donde la madre acariciaba
temerosa a su pequeño, quien hervía en fiebre y parecía estar sufriendo
alucinaciones visuales, propias de su estado infeccioso. El galeno, luego de
interrogar exhaustivamente a ambos padres acerca de todo lo que le había
sucedido a su pequeño, abrió su pequeño maletín de cuero desde el cual sacó su
termómetro de mercurio, y mientras esperaba a que el aparato le entregara una
lectura precisa acerca de la temperatura real del menor, empezó a ver cómo el
niño parecía estar acariciando seres invisibles sobre su piel.
El viejo facultativo cultivaba el casi perdido arte de la medicina
general. Su trabajo estaba alejado de clínicas, ambulancias, salas de urgencias
o consultas en edificios habilitados para dichos menesteres: su consulta eran
las casas de sus pacientes, las habitaciones donde yacían los enfermos, sin
maquillaje, peinado ni ropa de marca; su escritorio era el borde de la cama
donde dejaba su maletín, y donde hasta a veces osaba sentarse para descansar
sus cada vez menos útiles rodillas. Todo el entorno era para él información
médica, y se fijaba hasta en el último detalle para tener más herramientas para
dar un diagnóstico acertado, y un tratamiento adecuado que devolviera el frágil
equilibrio a los sufrientes cuerpos que clamaban por su ayuda. Las familias que
habían optado por sus servicios lo conocían desde siempre, pues había sido su
médico de cabecera desde que tenían uso de razón, y sus padres habían llegado a
él gracias al padre del doctor, quien lo había llevado por ese camino y le
había legado su experiencia y sus pacientes.
El viejo médico esperó pacientemente los tres minutos necesarios para
que el mercurio en el tubo de su termómetro dejara de desplazarse; en ese tiempo,
el niño dejó de acariciar a los seres invisibles en el aire, y lentamente
pareció tranquilizarse, hasta quedarse dormido. Luego de ver que la fiebre
estaba un poco más baja que lo que la madre había medido durante la tarde,
examinó con calma y dedicación al pequeño, encontrando el foco de su infección,
y dejando el esquema de siete días de tratamiento para curar su mal. De todos
modos los padres ya podían dormir tranquilos: la visita del médico, tal y como
siempre, había logrado el mágico efecto de disminuir los síntomas y el malestar
en el enfermo. No importaba quién lo consultara, cada vez que él examinaba a
algún paciente, sus pesares parecían empezar a ceder de inmediato. Luego de
guardar con calma sus implementos, cerrar su maletín, y cobrar sus honorarios,
y de dejarle todas las indicaciones necesarias a la familia, el médico se
despidió, con el compromiso de visitar al menor una semana después para
comprobar su mejoría y darle el alta.
El viejo médico se sentó en el asiento de su viejo automóvil. Con
cuidado abrió el maletín, para revisar que todo estuviera ahí. Luego de fijarse
que nada faltara, lo volvió a cerrar; justo en ese instante un pequeño quejido
se dejó oír desde el interior del continente de cuero. En cuanto lo abrió
descubrió el origen del quejido: las caricias del pequeño habían irritado a una
de las sanguijuelas que habitaban la dimensión paralela a la nuestra,
causándole una leve erosión; la fiebre le había permitido ver a las asistentes
del galeno, encargadas de absorber los espíritus malignos que causaban las
enfermedades, y que habían pasado de generación en generación por su familia.
Si ello volvía a suceder, era señal que el tiempo de heredar las sanguijuelas
transdimensionales a su hijo estaba por llegar.