Palo santo, incienso, mirra, romero, ruda, sándalo, canelo. Uno a uno
los ingredientes eran acomodados en una bandeja metálica, mientras en un viejo
lavatorio de aluminio que hacía las veces de brasero, pequeños y delgados
trozos de carbón hechos con madera de espino africano empezaban a arder, para
preparar el holocausto que habría de ejecutarse en cuanto la temperatura de las
brasas fuera la adecuada. Media hora después, cuando ya las llamas daban paso a
trozos de carbón humeantes y al rojo vivo, el contenido de la bandeja fue
depositado en el mismo orden en que se encontraba en ella sobre las brasas,
despidiendo casi al contacto una gran cantidad de ruidosas chispas y un extraño
humo de color rojo. De inmediato el lavatorio de aluminio fue colocado en el
suelo para seguir ardiendo, y frente a él se dispuso un trozo grueso de madera,
como de viga, en el cual había una punta de reja vieja, con forma de punta de
lanza antigua, a la cual se le había sacado filo en sus bordes. El escenario
estaba dispuesto para que empezara la obra.
La alocada hija del rabino recorría rauda las calles en su pequeña
motocicleta blanca. El casco rosado y el pañuelo floreado al cuello le daban un
aire a comercial de perfumes o a película de cine alternativo, cosa que no
distaba mucho de su realidad en la vida. La muchacha de veintiún años, que
tenía prohibido volver a pisar una sinagoga mientras no dejara de lado su
desordenado estilo de vida, pidiera perdón a su padre y retomara las
ancestrales costumbres de su religión, vivía una vida feliz, lejos de las
convenciones que venían de la mano de su apellido y de su familia. La
tranquilidad que le daba el haberse desligado de las obligaciones que traía su
tradición, paliaba con creces el no tener acceso al bienestar económico que
venía de la mano de la fortuna de sus padres: la joven trabajaba para sí misma,
y mientras ello le alcanzara para cubrir sus necesidades, seguiría aislada en
su burbuja de felicidad.
Esa tarde la muchacha andaba apurada, pues había recibido un trabajo
para hacer el diseño digital de la imagen que se usaría de portada en una
revista de arte. Había tenido que atravesar media ciudad para hacer el contrato
de trabajo, luego de lo cual le entregaron en un cedé las fotografías que
debería utilizar para armar el montaje. Sin tener tiempo de almorzar, la joven
debió volver a recorrer las atiborradas calles, para poder llegar a su
domicilio a trabajar con calma en su computador las imágenes, y entregar un
producto de calidad a su empleador, intentando satisfacerlo lo suficiente como
para volver a ser llamada. En cuanto llegó al edificio dejó la motoneta medio
estacionada en la calle, y subió a su departamento con el bolso en una mano y
el casco en la otra.
La joven entró
corriendo al departamento; justo antes de alcanzar a ver el humo rojo tropezó
con un alambre dispuesto en la puerta, cayendo de bruces con su cuello sobre la
vieja punta de lanza, la cual destrozó su laringe e hizo manar una gran
cantidad de sangre, la que cayó de inmediato al brasero, mezclándose con las
maderas sagradas y las brasas, haciendo que las llamas cambiaran
instantáneamente a color blanco. Mientras la muchacha agonizaba asfixiándose y
desangrándose, alcanzó a ver los característicos zapatos de su padre el rabino.
El hombre miró con regocijo que el holocausto había salido tal y como los
textos secretos habían predicho: ahora su apellido estaba limpio al sacrificar
a su impía hija, y el demiurgo estaba satisfecho con la sangre de la judía
virgen.