Esa mañana los cadáveres
volaban desde la azotea del edificio, dejando una roja estela, primero en el
aire y luego en las paredes de la torre, producto del profundo corte en el
cuello que había acabado con cada una de sus vidas. Treinta pisos más abajo,
los cuerpos literalmente estallaban al impactar con violencia contra el
pavimento, sin dejar muchas posibilidades para poder reconocer a los muertos a
primera vista. Las filas interminables de personas que entraban lentamente al
edificio intentaban no mirar cómo quedaban los cuerpos al aterrizar, para no
comprometer sus destinos con el miedo natural que la muerte despierta. Cada uno
llevaba su propio cuchillo, y con paciencia esperaban su turno para subir los
treinta pisos de escaleras para poder llegar a la azotea y seguir el mismo
camino de quienes los salpicaban de sangre en su caída, y de restos humanos en
su horrendo aterrizaje.
Esa mañana la gente se levantó
como cualquier mañana, a hacer lo que la gente hace cualquier mañana, sin más
planes que hacer lo mismo que hicieron el día anterior, y lo mismo que deberían
hacer el día posterior. Cada cual salió de su hogar a la misma hora de salida,
luego de despedirse de sus parejas, hijos, padres o mascotas, para iniciar el
ciclo que los había llevado a esa realidad, a ese concepto extraño de sociedad
en que hay que hacer porque hay que hacer, hay que nacer, crecer, producir,
reproducirse, envejecer y morir porque la vida está hecha así y para eso. Hay
que seguir el ciclo, ser un eslabón más de la cadena, existir porque existe la
existencia, nacer porque fue parido, crecer porque al ser alimentado se crece,
producir porque ello mantiene el sistema para los que siguen naciendo,
reproducirse porque hay que meter nuevos seres a la cadena, envejecer porque el
proceso sigue ese curso y porque hay que darle el cupo de producción a quienes
siguen naciendo, y morir porque… porque todo lo que tiene un comienzo tiene un
fin.
Esa mañana una idea entró en
la mente de toda la gente adulta. Esa mañana la gente pudo, por algún extraño y
oculto portento de la naturaleza, volver a pensar. Esa mañana se dieron cuenta
del sin sentido en que estaban metidos, del maldito status quo en que habían
embarcado a la realidad, del ciclo del que ya no podrían salir, y en el que
estaban listos a meter a las siguientes generaciones. Y de pronto, tal como
vino la conciencia de problema, apareció en sus mentes la conciencia de
solución. Y la solución no podía ser otra, no debían quedar rastros del pasado,
ni nada que fuera capaz de infectar el futuro.
Esa mañana los cadáveres
volaban desde la azotea del edificio, dejando una roja estela, primero en el
aire y luego en las paredes de la torre, producto del profundo corte en el
cuello que había acabado con cada una de sus vidas. La noche anterior, todos se
habían preocupado de sedar a sus hijos, de modo tal que no despertaran sino
hasta que la solución del problema se hubiera consumado. Cuando las nuevas
generaciones despertaran se encontrarían con grandes y nuevos problemas, para
los cuales deberían encontrar sus propias soluciones.