El anciano caminaba triste por la calle. Habiendo cumplido noventa y
un años, sentía que si no hubiera nacido la realidad no se habría dado cuenta,
y ninguna cosa importante hubiera dejado de suceder en su ausencia. Esa noche
pasaría el cometa Halley por el cielo de la ciudad, el mismo que había visto a
los quince años en el patio de la casa de adobe junto a su madre, y que ahora
le correspondería ver solo, tal y como había transcurrido la mayor parte de su
vida.
El cansancio se reflejaba en los pasos del anciano. Pese a lo avanzada
de la medicina, el paso de los años había dejado mella en el hombre, quien
intentaba desplazarse erguido, pero que evidenciaba una joroba en la parte alta
de su espalda, haciendo ver su cabeza como un bulto que colgaba por delante de
su cuerpo. A esa hora nadie parecía estar preocupado por el paso del cometa,
que servía a lo más como atracción para los talleres de astronomía de los
colegios, y para uno que otro programa de televisión de corte esotérico, para
actualizar horóscopos y predecir lo que fuera que llamara la atención de la
teleaudiencia.
El anciano llegó al lugar en que estuvo la casa en que vio el primer
paso del cuerpo celeste, que para ese entonces era el estacionamiento de un
supermercado, el cual se encontraba vacío a esas horas de la madrugada. El
viejo sacó unos binoculares plásticos y empezó a enfocar los lentes hacia el
punto en el cenit en que debería verse el espectáculo astronómico. Tal como
setenta y cinco años atrás el viejo creyó ver una masa luminosa donde decían
que debía verse el cometa, y se convenció que ese era el portento estelar que
décadas atrás le había alegrado la madrugada. Y de pronto sucedió.
El anciano de un segundo a otro se sintió pequeño. De pronto se
encontró con la misma vestimenta con que estaba la primera vez que vio el
cometa, y sintió sobre su hombro la mano cariñosa de su madre, esa mujer fuerte
que lo guió lo mejor que pudo por los caminos de la vida, y que pese a que
cometió demasiados errores que incidieron en sus decisiones, seguía siendo para
el anciano el faro que había iluminado su camino hasta el final de sus días. En
ese instante el hombre se dio cuenta que efectivamente la masa luminosa era el
cometa, y que no estaba en el 2062 sino en 1986, junto a su madre, en el patio
de la casa de adobe, mirando el invisible punto en el cielo. Por fin, después
de noventa y un años de vida, tenía la oportunidad de corregir todo aquello que
le había hecho daño en su existencia; por fin, después de noventa y un años de
vida, había descubierto que la ciencia estaba equivocada,
y que los cometas no eran de hielo, polvo y rocas, sino de magia, esperanza y
sueños inconclusos.