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miércoles, noviembre 05, 2014

Virus

La alarma del teléfono despertó a Catalina, quien sobresaltada miró el reloj, y se dispuso a terminar lo que tenía pendiente en el poco tiempo que le quedaba disponible.

Catalina era una bióloga, dedicada a la investigación de virus para el Estado. Toda su vida profesional había tenido relación con la clasificación y tipificación de diversos virus, para ayudar en el desarrollo de vacunas para prevenir las eventuales enfermedades derivadas de la infección de tan incontrolables patógenos. Luego de varias irrupciones de cepas provenientes de África, que algunos medios irresponsables catalogaban como “inventos de laboratorios para vender vacunas” o “armas experimentales yanquis”, apareció en escena una extraña infección capaz de causar una acelerada destrucción de la superficie de los hemisferios cerebrales, y un brusco desarrollo de la corteza prefrontal, lo que llevaba a los infectados a actuar de modo instintivo, impulsivo, violento e irracional: no pasó mucho tiempo para que la prensa denominara a la infección el “virus zombie”.

Catalina había llegado a la hora de costumbre al trabajo. Esa mañana su jefe ya estaba sentado frente a la pantalla de computador, revisando concentrado los patrones de RNA de una serie de virus junto con la nueva cepa descubierta, tratando de encontrar semejanzas que facilitaran su clasificación, y por ende tener luces de cómo tratarlo, y de cómo inmunizar a futuro a la población. Catalina decidió servirse un café antes de empezar a trabajar, para estar un poco más despierta a esa hora de la mañana; cuando llegó a la cafetera, un violento tirón a su larga cabellera la hizo rodar por el suelo, para luego sentir un agudísimo dolor en su cuero cabelludo, seguido de una explosión, y el cese brusco del dolor.

En el suelo yacía el cuerpo de su jefe, aún convulsionando, con el cráneo destrozado y un extraño contenido gelatinoso desparramado por el piso, que no tenía relación alguna con tejido cerebral; de pie a un par de metros estaba el viejo guardia de seguridad del piso con su anticuado revólver apuntando al cadáver del científico, cuyo cañón aún humeaba producto del reciente disparo. Catalina vio cómo el viejo hombre amartillaba el arma y la apuntaba directo a ella: en ese instante la mujer se llevó la mano a la cabeza y se dio cuenta que entre su cabello manaba sangre. Estaba claro, su jefe se había contagiado con el virus, y la había contagiado al morder su cuero cabelludo. La suerte estaba echada, y sólo le quedaba intentar aprovechar el tiempo de vida que le quedaba para aportar en algo a la cura de la maldita enfermedad. Luego de algunos minutos apelando al tiempo que se conocían y a sus capacidades profesionales, Catalina logró convencer al guardia que la encerrara en el piso y volviera en veinte horas, que era el tiempo estimado entre la entrada del virus y la aparición de los primeros síntomas, para que pasado ese lapso la matara, permitiéndole al menos intentar avanzar con el estudio.  

Catalina intentaba pensar. El computador de su jefe tenía bastante información, pero que no era suficiente para darle las respuestas que necesitaba. Luego de revisar uno por uno los patrones desplegados en pantalla, se fijó en una diferencia entre dos muestras que parecían tener el mismo origen, pero que definitivamente no se parecían en nada. Decidida al menos a aclarar esa duda, Catalina buscó las muestras, y descubrió lo que hacía dicha diferencia: una de ellas era el virus depurado, y el otro, mezclado con líquido cefalorraquídeo. El contacto del virus con el fluido cerebral era lo que activaba la enfermedad, pues la muestra de virus extraído de la sangre no tenía diferencias de material genético con la muestra de virus aislado. La única opción posible era generar una mutación en el código genérico del virus para que no pudiera pasar de la sangre al fluido cerebral, y con ello evitar su activación; luego de un par de horas de análisis, Catalina ingresó los datos que creía correctos al secuenciador, y no quedando nada más por hacer que esperar el resultado, puso la alarma del reloj media hora antes del término del proceso y se dispuso a dormir.

La alarma del teléfono despertó a Catalina, quien sobresaltada miró el reloj, y se dispuso a terminar lo que tenía pendiente en el poco tiempo que le quedaba disponible. En cuanto miró la pantalla de control, se fijó en que todo estaba saliendo a la perfección, y que aproximadamente media hora antes de lo esperado, tendría el virus bloqueado para la barrera hematoencefálica, lo que facilitaría el trabajo del resto de los equipos científicos que trabajaban en esa desesperada misión. De pronto un sonido seco se escuchó tras Catalina: un par de fracciones de segundo después su cráneo estallaba, su cerebro sano salía proyectado hacia la pantalla del computador, y la pesada bala calibre .38 seguía su trayecto para terminar destruyendo la evidencia del logro de la bióloga, luego de haber acabado con su corta vida. De pie tras ella, el viejo guardia enfundaba su viejo revólver, mientras sus viejas manos escarbaban en los restos del cerebro de Catalina, buscando algo para comer.