La alarma del teléfono despertó a Catalina, quien sobresaltada miró el
reloj, y se dispuso a terminar lo que tenía pendiente en el poco tiempo que le
quedaba disponible.
Catalina era una bióloga, dedicada a la investigación de virus para el
Estado. Toda su vida profesional había tenido relación con la clasificación y
tipificación de diversos virus, para ayudar en el desarrollo de vacunas para
prevenir las eventuales enfermedades derivadas de la infección de tan
incontrolables patógenos. Luego de varias irrupciones de cepas provenientes de
África, que algunos medios irresponsables catalogaban como “inventos de
laboratorios para vender vacunas” o “armas experimentales yanquis”, apareció en
escena una extraña infección capaz de causar una acelerada destrucción de la
superficie de los hemisferios cerebrales, y un brusco desarrollo de la corteza
prefrontal, lo que llevaba a los infectados a actuar de modo instintivo,
impulsivo, violento e irracional: no pasó mucho tiempo para que la prensa
denominara a la infección el “virus zombie”.
Catalina había llegado a la hora de costumbre al trabajo. Esa mañana
su jefe ya estaba sentado frente a la pantalla de computador, revisando
concentrado los patrones de RNA de una serie de virus junto con la nueva cepa descubierta,
tratando de encontrar semejanzas que facilitaran su clasificación, y por ende
tener luces de cómo tratarlo, y de cómo inmunizar a futuro a la población.
Catalina decidió servirse un café antes de empezar a trabajar, para estar un
poco más despierta a esa hora de la mañana; cuando llegó a la cafetera, un
violento tirón a su larga cabellera la hizo rodar por el suelo, para luego
sentir un agudísimo dolor en su cuero cabelludo, seguido de una explosión, y el
cese brusco del dolor.
En el suelo yacía el cuerpo de su jefe, aún convulsionando, con el
cráneo destrozado y un extraño contenido gelatinoso desparramado por el piso,
que no tenía relación alguna con tejido cerebral; de pie a un par de metros
estaba el viejo guardia de seguridad del piso con su anticuado revólver
apuntando al cadáver del científico, cuyo cañón aún humeaba producto del
reciente disparo. Catalina vio cómo el viejo hombre amartillaba el arma y la
apuntaba directo a ella: en ese instante la mujer se llevó la mano a la cabeza
y se dio cuenta que entre su cabello manaba sangre. Estaba claro, su jefe se
había contagiado con el virus, y la había contagiado al morder su cuero
cabelludo. La suerte estaba echada, y sólo le quedaba intentar aprovechar el
tiempo de vida que le quedaba para aportar en algo a la cura de la maldita
enfermedad. Luego de algunos minutos apelando al tiempo que se conocían y a sus
capacidades profesionales, Catalina logró convencer al guardia que la encerrara
en el piso y volviera en veinte horas, que era el tiempo estimado entre la
entrada del virus y la aparición de los primeros síntomas, para que pasado ese
lapso la matara, permitiéndole al menos intentar avanzar con el estudio.
Catalina intentaba pensar. El computador de su jefe tenía bastante
información, pero que no era suficiente para darle las respuestas que
necesitaba. Luego de revisar uno por uno los patrones desplegados en pantalla,
se fijó en una diferencia entre dos muestras que parecían tener el mismo
origen, pero que definitivamente no se parecían en nada. Decidida al menos a
aclarar esa duda, Catalina buscó las muestras, y descubrió lo que hacía dicha
diferencia: una de ellas era el virus depurado, y el otro, mezclado con líquido
cefalorraquídeo. El contacto del virus con el fluido cerebral era lo que
activaba la enfermedad, pues la muestra de virus extraído de la sangre no tenía
diferencias de material genético con la muestra de virus aislado. La única
opción posible era generar una mutación en el código genérico del virus para
que no pudiera pasar de la sangre al fluido cerebral, y con ello evitar su
activación; luego de un par de horas de análisis, Catalina ingresó los datos
que creía correctos al secuenciador, y no quedando nada más por hacer que
esperar el resultado, puso la alarma del reloj media hora antes del término del
proceso y se dispuso a dormir.
La alarma del teléfono despertó a Catalina, quien sobresaltada miró el
reloj, y se dispuso a terminar lo que tenía pendiente en el poco tiempo que le
quedaba disponible. En cuanto miró la pantalla de control, se fijó en que todo
estaba saliendo a la perfección, y que aproximadamente media hora antes de lo
esperado, tendría el virus bloqueado para la barrera hematoencefálica, lo que
facilitaría el trabajo del resto de los equipos científicos que trabajaban en
esa desesperada misión. De pronto un sonido seco se escuchó tras Catalina: un
par de fracciones de segundo después su cráneo estallaba, su cerebro sano salía
proyectado hacia la pantalla del computador, y la pesada bala calibre .38
seguía su trayecto para terminar destruyendo la evidencia del logro de la
bióloga, luego de haber acabado con su corta vida. De pie tras ella, el viejo
guardia enfundaba su viejo revólver, mientras sus viejas manos escarbaban en
los restos del cerebro de Catalina, buscando algo para comer.