La pequeña Noemí corría feliz por el húmedo y bien cuidado césped del
parque. Su padre y su madre corrían tras la niña, que inundaba el lugar con sus
risas y sonrisas, distribuidas a diestra y siniestra sin ninguna discreción.
Algunos metros atrás, sentada en un viejo banco de madera, la tía de Noemí,
Soledad, miraba a la niña correr con el juguete que recién le había comprado,
satisfecha.
Noemí era la hija menor de un joven matrimonio de profesionales de
primera generación. Las familias de sus padres se habían dedicado a variados
oficios, siendo ambos los primeros en sus entornos que decidieron abandonar sus
respectivas tradiciones familiares, y buscar un futuro más fácil de sustentar,
más estable y más acorde con los tiempos; así, era obvio que como almas
gemelas, estaban destinados a compartir sus realidades, y un futuro en común.
Tal como todos los retoños que
ingresaban al clan, Noemí era querida por ambas familias, quienes cuidaban de
ella para que nada le sucediera, y para que su existencia fuera lo más feliz
posible dentro de los límites humanos. Al ser la menor de toda la familia,
todos los tíos, tías y abuelos la mimaban y hasta malcriaban, a lo que la
pequeña respondía con su inagotable felicidad; todos, salvo su tía Soledad.
Soledad era quien mejor llevaba su nombre. Mujer solitaria, retraída y
hasta mal genio, se dedicaba a mirar a todos sus sobrinos a la distancia,
enojada al ver que ninguno parecía querer perpetuar alguno de los oficios que
habían servido a ambas familias para existir, crecer y desarrollarse. Para
Soledad, cualquiera de esos niños tenía la obligación moral de hacerse cargo de
la herencia cultural de la familia; sin embargo, no había ninguno que pareciera
tener el interés ni menos las condiciones para tamaña tarea.
Esa tarde, Soledad decidió acompañar a su hermano y su cuñada al
parque con la niña. Luego de todas las frustraciones vividas, la mujer decidió
dejar por un rato su rabia de lado, y estar con su sobrina menor, quien la
miraba permanentemente con cara de sorpresa y curiosidad. La pareja caminaba
con la pequeña corriendo delante de ellos; de pronto Soledad pareció
desaparecer, para luego asomarse saliendo de un puesto ambulante de regalos con
una pequeña bolsa. En cuanto Noemí vio a su extraña tía con una bolsa de
colores, corrió donde ella y le regaló su mejor sonrisa, la que no halló
respuesta en la amarga mujer, quien sólo estiró el brazo y le entregó la bolsa
a la pequeña. Los padres de la niña miraron sorprendidos: era la primera vez
que Soledad le regalaba algo a alguien, sin que hubiera alguna fecha formal de
por medio.
La pequeña Noemí corría feliz por el húmedo y bien cuidado césped del
parque. Su padre y su madre corrían tras la niña, que inundaba el lugar con sus
risas y sonrisas, distribuidas a diestra y siniestra sin ninguna discreción. La
niña corría feliz con la red atrapa sueños que su tía Soledad le había
regalado, moviéndola a diestra y siniestra, como si de verdad pudiera atrapar
los sueños de las personas con el adorno que ahora hacía las veces de juguete. Algunos
metros atrás, sentada en un viejo banco de madera, la tía de Noemí, Soledad,
miraba a la niña correr con el juguete que recién le había comprado,
satisfecha. Cuando la niña lo sacó de la bolsa, instintivamente cambió de
posición tres piedras del arco, rotándolas además en ciento ochenta grados. En
ese momento Soledad supo que su oficio tenía una poderosa heredera, quien no
necesitó de estudios para transformar una inútil red atrapa sueños en una
poderosa red atrapa demonios, que la pequeña movía con certera precisión para
cazar todas las entidades que a esa hora buscaban confiadas almas que poseer.