Sergio yacía en el suelo, desangrándose y gritando presa de un
espantoso dolor. Mientras sentía que la vida se le iba lentamente por la sangre
que perdía a borbotones por la pierna, una imagen fantasmagórica casi lo
paralizó, e hizo que su sufrimiento pareciera casi eterno.
Sergio era un afamado escritor, cuyas novelas ya habían traspasado las
barreras de país, continente e idiomas, convirtiéndolo casi en una celebridad
mundial, con todos los pros y contras de dicha condición. Si bien es cierto
tenía la vida casi asegurada con las ganancias y contratos con su casa
editorial, su meteórico ascenso había despertado la envidia de algunos de sus
contemporáneos, que apenas lograban hacerse un nombre a nivel local, a costa de
un esfuerzo que consideraban tanto o más valedero que el suyo. Pocos sabían
todos los sacrificios que habían permitido al ahora famoso escritor, lograr
vivir de un arte mal mirado, y apenas considerado como oficio por quienes
ostentaban algún título profesional.
Sergio había sufrido un extraño accidente. Un día, mientras paseaba
tranquilamente por un parque, fue atropellado en un cruce peatonal por un
motorista, quien luego de derribarlo, aplastó su tobillo con la rueda trasera
para luego huir del lugar, dejando al escritor con una fractura que debía ser
operada a la brevedad, según el veredicto del traumatólogo que lo vio en la
urgencia. Luego de consultar una segunda opinión y confirmar el diagnóstico del
primer galeno, el escritor empezó a planificar sus tiempos para poder ser
operado lo antes posible.
Dos meses después, Sergio aún seguía en terapia de rehabilitación,
para mejorar la marcha, la estabilidad, y ganar masa muscular para los años que
tenía por delante. Extrañamente luego de la cirugía, el traumatólogo había
renunciado a la clínica y se había mudado de ciudad, dejando el manejo
posoperatorio en manos de un colega. Según le había comentado el nuevo
traumatólogo, su cirugía había requerido el uso de un par de tornillos de
titanio, que deberían ser extraídos algunos años más tarde, una vez que hubiera
terminado la reparación y remodelación ósea. Lentamente Sergio estaba empezando
a ver su vida normalizada, y tenía la esperanza de retomar su carrera literaria
en el corto plazo.
Sergio caminaba por el mismo parque en que había sido atropellado
hacía ya cuatro meses, tratando de conjurar sus miedos. Al llegar al cruce
esperó a que nada viniera cerca, y pudo, pese a su cerebro, cruzar la calle sin
que nada le sucediera. Cuando había avanzado un par de metros y se había atrevido
a apurar la marcha, el ruido de una potente explosión lo dejó ensordecido, y
con un dolor inconmensurable en su tobillo operado.
Sergio yacía en el suelo. En el lugar en que estaba su pie, ahora no
había más que jirones de músculos y piel quemada, de los cuales manaba sangre a
raudales. De pronto una sombra apareció frente a él, dejándolo paralizado presa
del miedo y el estupor: el traumatólogo que lo había operado estaba de pie, con
una especie de detonador en su mano y un libro en la otra, que arrojó en la
cara del sufriente escritor. Sólo en ese instante reconoció el nombre del autor
de aquella terrible novela que había destrozado con sus críticas, que no era
otro que el mismo cirujano. El despechado médico se encargó de atropellar a
Sergio, operarlo, y colocar tornillos de titanio huecos, rellenos de un
explosivo plástico de alto poder, para poder detonarlos y llevar a cabo su
cruenta venganza. Justo cuando el escritor intentó suplicarle ayuda a su
antojadizo enemigo, una segunda persona se dejó ver, dejando a Sergio sin
posibilidad de reaccionar: la esposa del traumatólogo, una joven odontóloga,
que había reemplazado cuatro piezas dentales de Sergio por implantes de titanio
para poder llevar a cabo la cirugía del tobillo, le pasó a su esposo el segundo
detonador, aún sin activar.