La Muerte avanzaba temerosa por la vasta explanada que recibía las
almas tocadas por su fría mano. Era la primera vez que deambulaba entre quienes
había tenido que hacer abandonar sus cuerpos, y pese a que sabía que ninguna le
guardaba rencor, sentía que al menos todas creían haber dejado algo pendiente
mientras se cobijaban en sus continentes físicos. Era por ello que dicho lugar
era conocido como la Explanada de los Pendientes.
La Muerte se movía lentamente, tropezando cada dos o tres pasos con la
incertidumbre. Quienes la veían recorrer el lugar, podían pensar que estuviera
buscando a alguien, cosa imposible pues en ese lugar todas ya habían sido
encontradas, pues nadie que no hubiera muerto podía existir en dicho plano. Así,
mientras el inexistente tiempo seguía pasando inexorablemente, la Muerte se
movía lenta pero consistentemente por la Explanada de los Pendientes.
De improviso y de la nada, lo que todos suponían y soñaban, sucedió.
Una de las almas se acercó a la Muerte, y la increpó por haber cortado su
camino cuando apenas contaba quince años; era la pena la que ponía palabras en
su boca, que intentaban buscar una respuesta a una pregunta que nadie debía
hacer, pues la Muerte sólo era quien cumplía los designios de la última página
del libro de la vida de cada alma. Mas esa alma gatilló la esperable reacción
en cadena, haciendo que cada cual reclamara lo que sentía: que la llevaron muy
temprano, que la llevaron muy tarde, que la dejaron sufrir, que no la dejaron
vivir, que dejó seres amados en vida, que pasó sin dejar huella por la
existencia. Primero de a poco, luego agolpadas, finalmente todas en conjunto
presionaron más y más por hacer sentir sus frustraciones a la Muerte, como
chivo expiatorio de una ley superior dictada desde siempre.
Luego de un tiempo inexistente, las almas empezaron a reaccionar, y a
dejar de presionar. Lentamente se alejaron de donde estaba la Muerte, para
dejarla seguir su rumbo y labor, pues ya habían saciado su sed de desahogo. Mas
mientras se alejaban del lugar, nadie divisaba a la depositaria de los reclamos,
y mientras algunas temían que la Muerte hubiera dejado de existir, otras
pensaban que se había desvanecido en busca de la seguridad necesaria para seguir
cumpliendo su cometido. Una vez que todas las almas se esparcieron por la
explanada, no quedó rastro alguno de la Muerte.
Acto seguido, una poderosa presencia se hizo sentir en uno de los
altos que rodeaban la explanada; era la Muerte, intacta, tan temerosa como se
veía antes de aventurarse a caminar entre las almas que le había tocado llevar
a ese destino. De pronto una potencia se apoderó de su esencia, en forma de
armadura opaca que la cubría de pies a cabeza, y que parecía multiplicar el
poder que ya se sentía superior en su previa aparición. Tarde las almas se
dieron cuenta que no era la Muerte, sino el Ángel de la Muerte, quien había
paseado entre ellas; tarde supieron que el nombre Explanada de los Pendientes
no se refería a que creían haber dejado algo inconcluso en sus vidas físicas,
sino a que sus esencias pendían del hilo de la muerte segunda, aquella que
borraba del libro de la vida a las almas que no merecían trascender ni al bien
ni al mal. Al mostrar su rencor en un estado elevado de conciencia, demostraron
que estaban de más en el orden del bien y del mal, y que el tiempo inexistente
se les había acabado. Con un breve y eterno parpadeo, el Ángel de la Muerte
arrasó con todas las presencias que se hallaban ante sí, dejando por algún
tiempo la Explanada sin pendientes.