El joven leñador golpeaba con furia el delgado tronco del árbol con el
filo de su hacha. Pese a su juventud, sus medios, y la tecnología de la
industria maderera, no había modo que dejara de lado su querida hacha de acero
templado, que mantenía perfectamente afilada gracias a una vieja piedra de
afilar, que tal como su herramienta, era una preciada herencia familiar. El
sentir en todo su cuerpo la vibración al golpear el tronco y ver como a cada
impacto éste se debilitaba más y más, le provocaba una suerte de placer que no
era capaz de entender ni interpretar, pero sí gozar.
El joven leñador venía de una familia tradicional, bien constituida,
con valores claros, y con una larga historia en la industria maderera. El joven
había recibido de parte de su padre una pequeña empresa con terrenos para la
explotación forestal, un aserradero medianamente moderno, y una cartera
adecuada de clientes para que se forjara un nombre y cuando correspondiera, se
hiciera cargo de todo el resto de las empresas madereras de la familia; por su
parte su madre le había enseñado a ahorrar, a no rehuir el trabajo, a ser
honesto, sincero, y a no maltratar a las personas, en especial a las mujeres.
Así, pese a no necesitar estar vigilando in situ el desarrollo de su empresa, ni
menos trabajar como uno más de los empleados, entendía que ese esfuerzo
redundaría en un futuro en que nadie podría sacarle nada en cara, ni menos
engañarlo respecto de cómo hacer el trabajo.
Esa noche el joven viajó a la ciudad, pues necesitaba hablar de
cualquier cosa menos trabajo, y agradecería la compañía de una mujer al menos
por algunas horas. No pasaron más de diez minutos en el bar, para que una
muchacha joven se acercara a él a conversar de nada. Una hora después ambos
jóvenes llegaron al departamento del leñador, a seguir bebiendo y satisfacer
más tarde sus instintos carnales.
La muchacha
despertó sobresaltada, y totalmente paralizada. Recordaba todo lo sucedido, y
dentro de ello no se había percatado si es que su vaso o su trago tenía alguna
droga, cosa por lo demás innecesaria, pues el joven que la había invitado era
bastante atractivo y generoso, por lo que fue por su propia voluntad con él. A
la muchacha le costaba entender por qué estaba de pie y paralizada, sin tener
control alguno de su realidad, en un lugar en medio de la naturaleza al
despuntar el alba. De pronto sintió una extraña sensación a unos dos o tres
metros de distancia: justo en ese lugar había una presencia bajo tierra, que
ella sentía demasiado cercana a su esencia. De un momento a otro, el joven
apareció ataviado con un grueso pantalón con suspensores, y un hacha en sus
manos, y sin mediar provocación, empezó a golpearla brutalmente, hasta hacerla
caer al suelo y dejarla morir sin miramientos. El joven leñador había cumplido
como siempre con las enseñanzas de su madre, de no dañar a las personas y en
especial a las mujeres, pero satisfaciendo su instinto asesino: luego de tener
sexo con la muchacha y que ésta se quedara dormida, usó el conjuro grabado en
la hoja del hacha para traspasar el alma de la mujer del cuerpo a un árbol,
para luego sepultar el cuerpo de la muchacha sin daño alguno.