Leñador
El joven leñador golpeaba con furia el delgado tronco del árbol con el
filo de su hacha. Pese a su juventud, sus medios, y la tecnología de la
industria maderera, no había modo que dejara de lado su querida hacha de acero
templado, que mantenía perfectamente afilada gracias a una vieja piedra de
afilar, que tal como su herramienta, era una preciada herencia familiar. El
sentir en todo su cuerpo la vibración al golpear el tronco y ver como a cada
impacto éste se debilitaba más y más, le provocaba una suerte de placer que no
era capaz de entender ni interpretar, pero sí gozar.
El joven leñador venía de una familia tradicional, bien constituida,
con valores claros, y con una larga historia en la industria maderera. El joven
había recibido de parte de su padre una pequeña empresa con terrenos para la
explotación forestal, un aserradero medianamente moderno, y una cartera
adecuada de clientes para que se forjara un nombre y cuando correspondiera, se
hiciera cargo de todo el resto de las empresas madereras de la familia; por su
parte su madre le había enseñado a ahorrar, a no rehuir el trabajo, a ser
honesto, sincero, y a no maltratar a las personas, en especial a las mujeres.
Así, pese a no necesitar estar vigilando in situ el desarrollo de su empresa, ni
menos trabajar como uno más de los empleados, entendía que ese esfuerzo
redundaría en un futuro en que nadie podría sacarle nada en cara, ni menos
engañarlo respecto de cómo hacer el trabajo.
Esa noche el joven viajó a la ciudad, pues necesitaba hablar de
cualquier cosa menos trabajo, y agradecería la compañía de una mujer al menos
por algunas horas. No pasaron más de diez minutos en el bar, para que una
muchacha joven se acercara a él a conversar de nada. Una hora después ambos
jóvenes llegaron al departamento del leñador, a seguir bebiendo y satisfacer
más tarde sus instintos carnales.
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