El viejo hombre sentado en un banco de
la plaza miraba de tanto en tanto la pantalla de su teléfono móvil. Llevaba
cerca de media hora sentado en el lugar, aparentemente esperando a alguien.
Cada cierto tiempo sacaba el celular desde la funda del cinturón, lo activaba,
miraba la pantalla y volvía a colocarlo en su lugar. Su mirada parecía de
ansiedad cada vez que decidía sacar el aparato, y de desilusión al guardarlo;
al parecer esperaba un mensaje hacía rato que no llegaba a su teléfono como él
esperaba, y ello lo sumía en una suerte de desesperación de la que no parecía
saber cómo dejar atrás.
Dos horas habían transcurrido ya desde
la llegada del viejo hombre al banco de la plaza. La noche ya había caído y el
frío empezaba a hacerse sentir fuertemente en el lugar, sin que ello pareciera
modificar el actuar del hombre, quien seguía mirando a la nada y de cuando en
cuando sacaba el celular para mirar su pantalla y luego devolverlo a su funda,
decepcionado. El grueso de la gente ya se había ido del lugar, quedando
solamente algunos jóvenes bebiendo alcohol y drogándose, y el viejo hombre que
parecía no estar conectado con la realidad que lo rodeaba en esos momentos; sin
embargo, algo en su presencia hacía que nadie se acercara a él.
Cinco horas. El hombre tiritaba de pies
a cabeza pero seguía en el banco de la plaza revisando cada cierto tiempo su
celular, para luego seguir mirando a la
nada. Los últimos jóvenes se habían ido del lugar, dejándolo solo en su
asiento y manteniendo su rutina. Los aseadores ya habían empezado las labores
de limpieza sin que ello pareciera importarle al viejo hombre, quien no detenía
su rutina de ver el celular una tras otra y tras otra vez, en espera de un
mensaje que aparentemente ya no llegaría. De pronto uno de los aseadores notó
algo extraño en el hombre, y llamó a seguridad ciudadana.
Seis horas. El hombre seguía en su
rutina. Los aseadores seguían con su trabajo. De pronto un vehículo de
seguridad ciudadana se estaciona en la plaza, y dos inspectores se bajan de él
y se dirigen al aseador, quien les indica al hombre del banco. Los inspectores
se dirigen donde él, lo saludan pero no reciben respuesta. El hombre de pronto
lleva la mano al cinturón y saca su celular, para empezar de inmediato a mover
la pantalla. Uno de los guardias se extrañó al ver que el aparato no se
iluminaba, se paró detrás del banco, y vio sorprendido que el aparato estaba
apagado. Justo cuando iba a tocar el hombro del viejo hombre para llamar su
atención, éste giró su cabeza hacia él, musitó la palabra “gracias”, y empezó a
desmaterializarse a vista y paciencia de todos quienes estaban en el lugar a
esa hora.