El viejo hombre caminaba de día por la
calle, mirando todo a su alrededor. Hacía meses que por motivos de trabajo no
veía la luz del día, pues trabajaba en un sistema de turnos en que sólo le
tocaban los turnos de noche, por lo que luego de meses de ver todo con luz
artificial, por fin podía ver la realidad a la luz del incipiente sol que se
asomaba a esa hora de la mañana. La casi ausencia de sombras era lo que más
llamaba su atención, pues en la noche y por el alumbrado público, todos los
objetos y personas se veían sombríos desde algún punto de vista, cosa que ahora
no pasaba por más que se esforzara en encontrar dicha visión.
A medida que avanzaba la mañana y el sol
se dejaba ver en todo su esplendor, el paisaje se veía cada vez más claro e
irreal a sus ojos. Los colores se amontonaban por lucirse frente a él,
dejándolo cada vez más anonadado. El sol le dejaba ver el brillo de las
cabelleras, lo sonrojado de las mejillas, la trasparencia de los ojos; tal era
su sorpresa que era capaz de sentir que podía ver el alma de quienes se
cruzaban con él en la calle, y lo miraban extrañados al ver su expresión de
asombro al deambular por doquier. Su mañana no podía ser mejor.
El viejo hombre seguía caminando y
sorprendiéndose de la realidad del mundo de día. De pronto pasó en una plaza
por un gran árbol con una enorme raíz, el que estaba rodeado por una base de
cemento para protegerlo y contener el agua del riego. Sentada en esa base había
una mujer joven de rostro inexpresivo que miraba fijamente al piso, y que a
diferencia del resto de la gente, se veía opaca y con colores apagados. Su pelo
se veía opaco, su piel pálida y sin color, sus ojos oscuros y profundos, su
rostro inexpresivo y su ropa, pese a ser clara, no parecía reflejar la luz del
sol. El viejo hombre la miraba sorprendido, y más lo sorprendía el hecho que
parecía no existir para el resto de los transeúntes que no reparaban en ella de
modo alguno, como si la joven mujer no estuviera allí.
El viejo hombre se sentó al lado de la
opaca mujer, y le habló sin pensar. La mujer no despegó la vista del piso ni le
dirigió la palabra. En ese instante un viejo vagabundo ebrio y que llevaba
consigo un desvencijado carro de supermercado se acercó a él, y con su confusa
voz y evidente aliento etílico le dijo que estaba sentado hablándole a un
fantasma. En ese momento el viejo hombre miró a su lado y vio que efectivamente
nadie estaba sentado a su lado. Mientras tanto el vagabundo le contaba que él
también veía el fantasma de una joven mujer en el lugar, que la chica había
sido asesinada y enterrada en el lugar, y que sobre sus restos se había
plantado el árbol. El viejo hombre se puso de pie y se dispuso a seguir su
marcha, sin tomar en cuenta las palabras del vagabundo. Justo cuando dio la
vuelta para mirar de nuevo al árbol vio en el lugar a la joven mujer, quien
ahora lo miraba a los ojos. El viejo hombre se acercó a ella, la miró, y musitó
con los labios pegados la palabra “perdón”, mientras recordaba lo que cincuenta
años atrás le había hecho a la olvidada joven.