El viejo hombre caminaba tranquilamente
de noche por la avenida. Pasada la medianoche las sombras de las cosas le
cambiaban el aspecto a la ciudad, haciéndola ver algo más fantasmagórica, pero
no por ello capaz de causarle miedo o de limitar su marcha; pese a que hacía
rato no se cruzaba con nadie en su camino, ello no lo tenía nervioso,
permitiéndole dedicarse a mirar los detalles que había visto antes de día y
desde otra perspectiva. La ciudad ahora se veía más alargada y sombría, lo que
a sus ojos la hacía parecer más interesante y por ende, más llamativa.
El viejo hombre se fijaba en cada
detalle a su alrededor. Las grandes edificaciones vidriadas parecían torres que
se elevaban hacia el oscuro cielo, y que en algunos casos podían reflejar la
luz de las estrellas; los árboles por su parte se veían como masas oscuras
capaces de ocultar a cualquiera en su follaje o tras su tronco. El viejo hombre
había pasado por el mismo lugar 5 horas antes, con luz de día, y las
diferencias eran abismales. Pese a no tener miedo caminaba con precaución, por
si apareciera algún borracho desequilibrado que se pudiera tropezar en él o
sobre él, haciéndolo pasar algún momento bochornoso.
El viejo hombre llegó a una esquina que
tenía varios árboles frondosos plantados, obstruyendo en algo la mirada y la
marcha; justo en ese instante el semáforo cambió a rojo, dejándolo detenido en
dicha esquina, mirando despreocupado los vehículos pasar. De pronto y sin darse
cuenta se afirmó en uno de los árboles, desde el cual se dejó escuchar un
profundo y lejano quejido. El viejo hombre se separó automáticamente del árbol,
y miró hacia todos lados para ver si el origen del quejido había venido de otro
lado, encontrándose solo en la calle y sin ningún vehículo pasando en ese momento
a su lado. El viejo hombre se armó de valor y tocó nuevamente el árbol,
encontrándose de nuevo con un profundo y lejano quejido.
El viejo hombre estaba sorprendido, y a
esas alturas, algo asustado. Empezó a mirar el árbol por todos lados, a ver si
encontraba algún lugar por donde estuviera saliendo el extraño ruido, tratando
de interpretarlo como el paso del viento por algún recoveco que no había sido
capaz de distinguir. De pronto vio un punto luminoso a metro y medio de altura,
el cual decidió escarbar con su dedo meñique: en ese instante el tronco del
árbol se abrió, absorbiendo el cuerpo del viejo hombre y dejándolo atrapado en
su interior, un lugar oscuro y estrecho que le provocaba un dolor
inconmensurable y permanente, que se agravaba ante cualquier roce en la
corteza, que se había convertido en su piel, y en la todos los desafortunados
que lo acompañaban en dicho lugar.