El vejo hombre miraba con desdén el
cajón de su velador. En la pequeña estructura cabían apenas seis o siete cosas,
pero en esos instantes de su vida eran esas las cosas que más le importaban.
Llevaba cerca de una hora sentado al borde de la cama mirando el contenido del
cajón, sin atreverse a escudriñar dentro de él. Por encima sólo se veían
papeles desordenados que parecían estar cubriendo algo, pues se abultaban sobre
la superficie del fondo del cajón, dejando ver una forma irregular que no
permitía sospechar a qué correspondía.
Una hora. El hombre seguía sentado al
borde de su cama, ya vestido, mirando los papeles dentro del cajón de su
velador. Por el lado de los papeles se dejaba ver una chequera de material
plástico que imitaba cuero, donde guardaba sus cheques y tarjetas de débito y
crédito, aquellas que financiaban su vida y que en ese momento no eran el foco
de su mirada; su vista estaba clavada en los papeles, y en aquello que yacía debajo
de ellos, y que por algún desconocido motivo para él en ese instante, no se
atrevía a tomar o mover.
Dos horas. Los papeles dentro del cajón
permanecían incólumes, tal como su mirada se mantenía fija en ellos. El
contenido de los papeles era bastante variopinto: cuentas pagadas, cartas con
ofertas bancarias de créditos, listas de teléfonos antiguos, inclusive hasta
una breve lista de compras de supermercado. Nada de ello era de su interés o
necesidad en ese instante, mas le era imposible despegar su mirada de ellos, y
de lo que yacía por debajo; de hecho todo su interés estaba concentrado en lo
que había debajo de los papeles, y que no era capaz de dejar de mirar
insistentemente, pero sin atreverse a tocar nada, como si ello rompiera un
extraño orden que no debería ser roto.
Tres horas. El viejo hombre seguía
sentado en el borde de la cama, su vista seguía clavada en el contenido del
cajón del velador oculto por los papeles, y los papeles seguían en el mismo
lugar de siempre. De pronto un impulso le hizo romper su inercia, y de la nada
metió la mano al cajón, levantó los papeles y sacó lo que estaba oculto bajo
ellos. En su mano derecha descansaba un revólver calibre .38 con una sola bala
en su nuez, la que había colocado la madrugada anterior, esperando a que su
mente le dijera que su tiempo había llegado.