El viejo hombre estaba sentado en su
escritorio, mirando a la nada. Era media tarde, y de pronto algo lo hizo
detenerse en la vorágine de su trabajo y ponerse a pensar. De la nada dejó de
escribir en el teclado del computador, y su vista se perdió más allá de la
blanca pantalla del editor de textos; de un momento a otro sus manos estaban
apoyadas en el escritorio, y su mente viajaba presurosa por los confines de sus
ideas, sin dejarlo concentrarse en sus obligaciones laborales. Así, el viejo
hombre se había detenido en su rutina y ahora sólo dejaba sus ideas libres en
su cerebro.
El viejo hombre seguía sentado en su
escritorio, sin entender por qué estaba ahí. Llevaba una vida metódica y
ordenada, mas de pronto ese orden y seguimiento del método parecieron perder
sentido en su existencia, al menos en ese instante. Toda una vida dedicada a
trabajar y a seguir las normas no le parecía lógica en ese momento de su vida,
haciéndolo cuestionarse todo lo que había hecho hasta ese entonces y seguía haciendo
hasta hacía algunos instantes. De pronto y de la nada, su forma de vida pareció
perder sentido para él, sumiéndolo en una suerte de incertidumbre que no
recordaba haber experimentado nunca.
Sus compañeros de trabajo seguían
trabajando como si nada, sin tomar en cuenta su detención y su silencio, en una
oficina que bullía en voces y ruidos de teclados, impresoras y fotocopiadoras
que no cesaban de sonar hasta la hora de cierre. El viejo hombre parecía un
injerto o un tumor en el lugar, rompiendo la lógica pero sin ser capaz de
interrumpir o detener al resto; en ese instante el viejo hombre recién logró
entender su intrascendencia en el lugar en que se encontraba, y empezó a
cuestionar si dicha intrascendencia también se aplicaba para el resto del tiempo
no laboral en que se desenvolvía su vida.
El viejo hombre de pronto se puso de
pie, y sin mirar a nadie se dirigió al dispensador de agua situado al otro
extremo de su lugar de trabajo, sacó un vaso desechable, lo llenó y empezó a
beber mientras caminaba lentamente de vuelta a su escritorio. En el camino
empezó a darse cuenta que mal que mal, todos los bienes que había logrado hasta
ese momento en su vida los había financiado con el dinero ganado en ese
trabajo, y que pese a que en ese instante le parecía intrascendente su
presencia en dicho lugar, le era imprescindible para seguir con su estilo de
vida. Cuando el viejo hombre llegó a su escritorio, se encontró con otra
persona sentado en él, digitando lo que él había detenido en el tiempo; el
viejo hombre intentó tocarle el hombro al intruso para recuperar su puesto,
pero al hacerlo su mano atravesó el cuerpo del nuevo trabajador. Ahora el viejo
hombre se encontraba en su oficina, sin trabajo, sin vida, y sin saber qué
pasaría con su alma desde ese instante y hasta el resto de lo que llamaban
eternidad.