El viejo hombre se miraba al espejo
luego de salir de la ducha. Con el pelo y la barba mojados no se parecía a él
mismo, o al menos a la imagen que él tenía de sí mismo. Esa mañana era la
siguiente a una noche de desvelo, en que sus ruidosos pensamientos no lo
dejaron dormir, por lo cual decidió entrar a la ducha media hora antes, por lo
que le sobraba el tiempo para secarse, peinarse y vestirse; de hecho sólo se
había demorado un par de minutos más en ducharse, por lo que tenía media hora de
ventaja del tiempo habitual destinado a levantarse.
El viejo hombre miraba con cuidado sus
arrugas y canas, descubriendo decenas más que la última vez que había tenido el
tiempo de mirarse al espejo. Su rostro se veía cansado, tal vez por la noche de
desvelo, tal vez por la vida que estaba llevando, o quizás por los años que
llevaba a cuestas; el asunto era que al mirar su rostro sólo se le venía a la
cabeza la necesidad de descansar.
El viejo hombre secó con fuerza su
cabellera y su barba, y nuevamente se miró al espejo para ordenarse un poco. De
pronto se fijó con cuidado en su mentón: estaba seguro de tener un mentón
aguzado, motivo por el cual usaba barba. Sin embargo esa mañana al espejo su
mentón se veía claramente cuadrado, enanchando notoriamente su rostro. Sin
fijarse más en el detalle el viejo hombre tomó una peineta para peinar su barba
y cabellera; de inmediato notó que su barba estaba ostensiblemente más corta y
su cabellera exageradamente más larga; pero fue en el instante en que pasó la
peineta por su bigote en que vio que la forma de su nariz no tenía nada que ver
con la suya. La noche anterior se había acostado con una nariz aplastada
producto de la práctica de boxeo amateur, y ahora al espejo veía una nariz
puntiaguda y casi perfecta.
El viejo hombre estaba estupefacto. Poco
a poco se dio cuenta que esa mañana su rostro se veía completamente diferente
al suyo, y que casi no era capaz de reconocerse. De pronto concentró su mirada
en sus ojos: la noche anterior eran color café claro, y ahora había amanecido
con ojos negros profundos. En ese instante el hombre miró su toalla y descubrió
que no tenía ninguna de ese color; luego miró su ropa, notando que no recordaba
nada de esa tenida. Finalmente miró el baño, desconociendo el lugar. El viejo
hombre optó por lo más sano: terminó de secarse, se vistió, y abrió la puerta
del baño para empezar a conocer su nueva vida.