El
hombre manejaba extremadamente preocupado y extrañado esa mañana
rumbo al trabajo. Las calles estaban cubiertas de un mato blanco, el
cielo estaba completamente nublado y el frío empezaba a arreciar. La
gente de a pie caminaba con gruesos abrigos y lentamente pues el
manto blanco dificultaba la marcha. Cualquiera que hubiera visto
dicha escena hubiera pensado en una nevazón en pleno invierno; el
problema era que hacía dos días había empezado el verano, y el día
anterior las temperaturas habían superado los 33 grados Celsius.
El
hombre ya había detenido su vehículo para tocar la consistencia de
aquello que cubría el suelo: al tacto parecía una especie de polvo
fino cuya temperatura era incompatible con la nieve, pues superaba
con facilidad los 25 grados. En ese momento el hombre comprendió que
el manto blanco era ceniza volcánica, y que la baja en la
temperatura ambiental era porque la gruesa ceniza bloqueaba el paso
de la luz solar. El asunto era que en esa zona del país no había
ningún volcán, ni siquiera inactivo, al cual poder culpar de dicha
ceniza. La situación era demasiado extraña, y la gente no entendía
cómo estaba sucediendo lo que estaba sucediendo.
El
hombre avanzaba con dificultad, pues delante suyo había un gran
embotellamiento. Algunos metros delante de él los conductores se
estaban bajando de sus vehículos, lo cual era totalmente
incomprensible. De pronto la nube ceniza delante de él empezó a
despejarse dejando a la vista una imagen increíble: a no más de
doscientos metros, al medio de la avenida principal, se levantaba un
cráter que crecía lentamente y de cuya boca emergía abundante lava
y material particulado. La gente no podía creer lo que estaba
viendo. El hombre también se bajó de su vehículo a contemplar
estupefacto la horrorosa belleza que se levantaba al medio de la
ciudad.
A
350 kilómetros sobre la Tierra, una nave flotaba en el espacio
dejándose llevar por el último impulso de sus propulsores. Dentro
de ella un equipo de científicos terminaba de manipular un artilugio
que era capaz de alterar las placas tectónicas y generar volcanes a
voluntad. La fuerza aeroespacial ahora contaba con un arma definitiva
para imponer sus términos en todo el planeta, sólo faltaba terminar
con la última prueba del experimento. A la orden del líder del
equipo, dos operadores situados a los extremos de un tablero de
control, giraron llaves e introdujeron claves alfanuméricas en un
computador que liberaron un botón rojo a disposición del líder.
Una vez pulsado, el volcán recientemente creado estalló en una
gigantesca erupción destruyendo por completo la ciudad. El
experimento había terminado y el arma estaba operativa para ser
utilizada a criterio de quienes ordenaron y financiaron su
construcción.