El
hombre miraba con desdén su teléfono. Había terminado una incómoda
llamada con un cliente obsesivo que le exigía compras recurrentes
para mantener sus negocios con su empresa, y era tal el nivel de
presión que cada vez que escuchaba el tono de llamada asignado a
dicho cliente su cuello se contracturaba y su colon se inflamaba y
distendía. Su calidad de vida se hacía cada vez peor, y ya su
médico de cabecera le había sugerido hasta cambiar de trabajo si
quería que su existencia dejara de ser tan miserable.
Esa
mañana había estado bastante relajada en comparación con el día
anterior. Los clientes habían sido bastante condescendientes, nadie
había exigido nada, y los flujos de productos funcionaban
normalmente. De pronto sonó el tono de llamada del cliente obsesivo:
el hombre sintió de inmediato cómo su cuello se contracturaba y su
abdomen se hinchaba. El hombre intentó tomar el teléfono pero su
mano no fue capaz de llegar al aparato; en ese instante el compañero
de trabajo que estaba a su lado lo miró, se puso de pie bruscamente
e instintivamente se alejó de él. El hombre no entendía lo que
pasaba, al menos hasta ese momento.
Los
compañeros de trabajo del oficinista lo miraban con espanto. El
hombre empezó a sentir que la contractura del cuello empezaba a
recoger su cabeza, y que la hinchazón del abdomen empezaba a
alcanzar la parte baja de su tórax: en ese instante miró su reflejo
en un ventanal, y un grito se ahogó en su garganta, mismo que ya
había salido de bocas de varias de las secretarias que se
encontraban en el lugar. Su cabeza había bajado casi hasta el centro
del tórax, sus brazos se habían elevado quedando casi como ramas de
árboles en otoño, y su abdomen alcanzaba casi su estatura natural.
Lo peor de todo es que ni la contractura ni la distensión parecían
ceder.
Los
policías, el fiscal de turno y los funcionarios del servicio médico
legal no entendían nada de lo que escuchaban y veían. El relato era
el mismo, pero era totalmente irrisorio: un hombre se había achicado
e hinchado de la nada, hasta que su cuerpo, que había bajado a menos
de un tercio de su estatura, había estallado. En la oficina había
restos humanos pegados a todos los muebles, ventanales y paredes del
lugar, y en una de las sillas estaban los restos que quedaban del
malogrado hombre. El fiscal ordenó detener a todas las personas del
lugar hasta ver las cámaras de seguridad y entender lo que había
sucedido, antes de informarle del caso al juez. Al otro lado de la
línea telefónica, el brujo disfrutaba al saber el destino de su
víctima, y se aprestaba a cobrar sus honorarios por el trabajo
ejecutado.