La
embarazada se paseaba ansiosa por la sala de espera de la clínica.
Tres horas antes habían empezado los síntomas de parto, y por fin
podría ver en persona a su hijo en algunas horas más. Ya había
llamado por teléfono a su esposo al trabajo quien iba en camino a la
clínica, y a su ginecólogo quien ya estaba en el lugar pero
atendiendo una urgencia, por lo que aún no podía hacerla pasar para
iniciar el trabajo de parto. Al llegar a admisión le había dictado
su número de rut a la recepcionista, quien miró curiosa la pantalla
antes de decirle que se sentara y que pronto la llamarían. Su
felicidad era sin límites, y su ansiedad cada vez mayor.
Media
hora más tarde llegó su marido, quien antes de saludar a su esposa
pasó por admisión y habló un par de palabras con la recepcionista,
para luego ir a abrazar efusivamente a su mujer y a intentar
calmarla. Veinte minutos más tarde escuchó su nombre: al ingresar
al sector de atención se encontró con su ginecólogo, quien luego
de saludarla le indicó una habitación para que se sacara la ropa y
se colocara la bata. Una hora más tarde, luego de la monitorización
de la madre y de los signos vitales del feto, se inició la inducción
del parto. La mujer creyó escuchar el latido de dos corazones
distintos cuando monitorizaron su abdomen, pero el ginecólogo le
explicó que era un error normal de primeriza.
Cinco
horas más tarde las contracciones empezaron. La matrona a cargo del
control de la mujer encontró algo extraño en los signos vitales y
llamó al ginecólogo, quien luego de revisar los registros le dijo a
la mujer que por su seguridad y la del feto debería hacer una
cesárea. La mujer se mostró un poco contrariada pues ella esperaba
tener un parto normal, pero simplemente se encogió de hombros y
acató la decisión de su médico.
Cuarenta
minutos más tarde la mujer escuchó el llanto de un bebé. Su
alegría era infinita; de pronto un segundo llanto fue ahogado por
las voces del ginecólogo, la matrona y el neonatólogo. La mujer no
entendía qué pasaba, su marido miraba nervioso al ginecólogo quien
tranquilizó a la mujer explicándole que era el llanto de su bebé
mientras el neonatólogo lo examinaba. La mujer por fin se
tranquilizó cuando le pasaron a su hijo para conocerlo y empezar a
darle pecho; las dudas de la mujer desparecieron en cuanto tuvo a su
pequeño junto a sí. Mientras tanto en la sala contigua el
neonatólogo le entregaba el segundo bebé, quien no tenía parecido
alguno con los padres sino más bien con un descendiente de vikingo,
a un hombre de terno sin expresión. Dos minutos más tarde la mujer
se quedaba dormida producto de un fármaco colocado en la bolsa de
suero; en ese momento entró otro hombre sin expresión quien le
colocó a la bolsa de suero un fármaco que detendría para siempre
el corazón de la mujer, para luego pinchar al bebé con el mismo
veneno. Finalmente el hombre le pasó al padre del bebé una maleta
llena de dinero, con la cual el hombre se fue de la clínica, sin
saber que media hora más tarde moriría en un accidente de tránsito.
El hombre miró a los tres profesionales que estaban en la sala de
parto, quienes al mismo tiempo ingirieron sendas pastillas de
cianuro. El plan estaba ejecutado, y sólo bastaba esperar que con el
paso de los años el pequeño cumpliera con su misión sagrada.