El
hombre miraba con desdén el capítulo del libro que estaba leyendo.
Ya llevaba dos días pegado en ese capítulo, y cada vez que
intentaba avanzar se quedaba dormido, o simplemente lo dejaba de lado
producto de su aburrimiento. Nunca le había pasado algo así con un
libro, no entendía cómo un escritor era capaz de provocarle tanto
aburrimiento con algo que debería más bien incitarlo a seguir
leyendo. El hombre estaba incómodo, y sentía la necesidad de
hacérselo saber al escritor, pero no sabía cómo. De pronto, y
mientras revisaba sus redes sociales en su teléfono luego de dejar
de lado nuevamente el texto, se encontró con un afiche de una feria
del libro en su ciudad, donde dicho autor asistiría a firmar libros
y a un conversatorio con los lectores. Sin quererlo, encontró la
alternativa para quejarse con el autor del libro más aburrido de su
historia como lector.
Ese
día en el programa de la feria aparecía que el autor estaría en el
stand de la editorial con la que publicó su libro firmando
ejemplares desde las cinco hasta las seis de la tarde; el hombre
llegó media hora antes al lugar esperando una larga fila de
fanáticos; sin embargo, y hasta el momento en que llegó el
escritor, nadie se apareció en el stand. El hombre en ese momento se
encontró frente a frente con el escritor, sin saber bien cómo
encararlo.
El
hombre se acercó al escritor con el libro en la mano; el autor le
sonrió efusivamente, le quitó el libro de las manos, y le preguntó
su nombre para hacerle una dedicatoria. El hombre miró al escritor,
y simplemente le dijo que su libro era lo peor que había leído en
su vida hasta ese momento, y que no entendía cómo había sido capaz
de escribir un texto tan aburrido y lleno de lugares comunes. El
escritor lo miró en silencio; de ponto de entre sus ropas sacó una
pistola, colocó el cañón en su boca y sin pensarlo dos veces
apretó el gatillo, dejando su cerebro desparramado en el stand de la
editorial: en ese momento el hombre reaccionó, dándose cuenta que
nada había sucedido sino en su mente. En ese momento el hombre vio
al escritor sonreír efusivamente, tal como en la especie de sueño
que había vivido.
El
hombre le dio su nombre al escritor, y aceptó gustoso la dedicatoria
que le hizo: no estaba dispuesto a que el sueño que tuvo se hiciera
realidad, y a cargar sobre su conciencia con la muerte de un
inocente. El escritor mientras tanto sonreía, pues nuevamente su
capacidad de plantar sueños en las mentes de sus lectores lo había
salvado de un mal rato y una eventual mala crítica.