El
artista marcial había terminado de dar el examen de ascenso de
grado. Luego de veinte años de práctica había logrado el cinturón
más alto de su país, para lo que debió esperar pacientemente a que
el representante mundial de la especialidad viajara a la zona y
decidiera hacer escala en el país. Luego de un examen de dos horas
que incluyó todas las formas técnicas, rompimientos y combates
contra quince oponentes distintos, logró su tan anhelado cinturón.
A partir de ese momento podría lucir orgulloso su grado, y
eventualmente dedicarse a la enseñanza de la especialidad, según lo
que conversó con el representante mundial una vez terminada su
evaluación.
El
orgulloso hombre salió del gimnasio con su nuevo cinturón, y los
certificados que lo acreditaban. Ese día había sido el más feliz
de su vida, y nada podría empañarlo. Al llegar al paradero de buses
se sentó a esperar la máquina que lo llevaría a su hogar; de
pronto apareció un muchacho mal agestado que no parecía superar los
quince años, que sacó de entre sus ropas un destornillador largo
con el cual amenazó al hombre para robarle sus pertenencias. El
hombre miró con tranquilidad al muchacho; de un golpe el
destornillador saltó de su mano, y el hombre se dispuso a darle una
lección al novel delincuente.
El
hombre lanzó cuatro golpes básicos con potencia moderada, que
fueron fácilmente loqueados y esquiados por el muchacho; el hombre
se dio cuenta que el muchacho tenía conocimientos, por lo que
debería usar técnicas más avanzadas. El hombre empezó a atacar
con técnicas cada vez más avanzadas y con más fuerza al muchacho,
sin siquiera lograr tocarlo. El hombre no comprendía cómo un
muchacho de esa edad tenía tanta técnica y fuerza para
contrarrestar sus ataques, y a cada segundo que pasaba se le
complicaba más la defensa de sus cosas e inclusive de su integridad
física.
Media
hora había pasado ya. El hombre estaba empezando a cansarse, y el
muchacho seguía esquivando cada ataque sin mayores complicaciones;
la desesperación del hombre llegó a tal nivel, que decidió
utilizar una técnica definida como prohibida por su arte, pues no
existía defensa y resultaba en la muerte del rival. El hombre
ejecutó el ataque, y cuando estaba a punto de impactar al muchacho,
éste hizo una contorsión casi imposible, librando indemne del
ataque. El hombre quedó estupefacto, simplemente bajó la guardia,
se puso de rodillas, e hizo una reverencia al muchacho. El muchacho
sonrió, y replicó la reverencia del hombre; en ese instante el alma
del dragón dentro del cuerpo del muchacho se regocijó: el maestro
terrestre había aprendido que la humildad era la principal virtud
del mejor guerrero. El muchacho se desvaneció en el aire, y por la
mejilla del hombre una gruesa lágrima rodó hacia el piso.