Una tenue brisa se siente, tímida, silenciosa, casi inexistente. Por días la quietud del clima ha sido pasmosa, sólo las nubes sobre la ciudad flotan sin nada que las perturbe. Los días previos habían sido normales: una ciudad colapsada, contaminada atmosférica y acústicamente, vehículos avanzando a 4 km/h por los embotellamientos. Bocinazos, atropellos, insultos, choques, asaltos, muertes, todo a la vez y a la vez todo desapercibido en la vorágine cotidiana. Calles llenas, malls llenos, estaciones de metro llenas, edificios públicos llenos, juzgados llenos, postas y hospitales llenos, todos cansados, enojados y disconformes. Noches de fiesta y jolgorio, discotecas, pubs, restoranes, bares, clandestinos, moteles, prostíbulos, borracheras, pendencias, asaltos y asesinatos... Y toda esta normalidad, de un día para otro, fue reemplazada por silencio y tranquilidad, por vacuidad.
La tenue brisa se intensifica y poco a poco se hace notar. Corre con más fuerza por la ciudad, suena, mueve cosas, aire, papeles, plumas... cosas...
Y la brisa sube y sube, y de poco empieza a empujar hacia el norte la gran nube que cubre la ciudad, llevándose todo el peso de su densa realidad, pues no es agua lo que lleva sino muerte y destrucción; la que una vez estuvo encapsulada en un cilindro de no más de 200 litros, ahora abarca cientos de metros cúbicos de lo que alguna vez fuera aire y vida, ruido y contaminación, fiesta y pudrición, existencia humana al fin y al cabo. Así, lentamente se despejan los escombros de Nueva Sodoma, y la nube radiactiva migra arrastrada por la que fue brisa, y ahora es huracán...
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