El sol se ocultaba tras la muralla del castillo. Sus viejos ladrillos eran memoria histórica de siglos de batallas y traiciones. Luego de apaciguados los ánimos revolucionarios de unos y otros y establecido un gobierno estable, el vetusto edificio fue destinado a atracción turística, siendo visitado por cientos de personas día a día, deseosos de sentir todo lo que habían sentido sus ocupantes en esas románticas y épicas aventuras que los guías se encargaban de repetir una y otra vez, agregando cada cual de su cosecha histriónica (“actuando” partes de los hechos) y pseudohistórica (agregando o quitando sangre o romances según la tendencia de los visitantes). Así, cada visitante obtenía las historias que quería, y los guías las propinas que creían merecer.
En la noche el castillo se convertía en una verdadera caja fuerte. Luego de cerradas las puertas y revisado el edificio por los guardias, un complejo sistema computacional de seguridad complementado con cámaras de vigilancia era activado desde fuera, para finalmente cerrar por encima de las puertas originales todo el edificio con sendas cercas electrificadas. Parecía demasiada seguridad para una simple atracción turística, de hecho el sistema era más caro que el avalúo del edificio con todo su contenido dentro; pero nadie parecía percatarse de ello, salvo…
Eran la banda más avezada en lo que a robo mayor de arte se refería. Todo traficante de arte y coleccionista anónimo que se preciara de tener cierto nivel los conocían. Eran temidos por los curadores de los museos y por los dueños de colecciones legales, y pese a ser conocidos era tal el grado de perfección con el que cometían sus delitos que resultaba imposible capturarlos o siquiera hacerles cargos: no existía evidencia siquiera de su existencia. Obviamente el castillo había caído dentro de sus objetivos, más bien por un asunto de propaganda: si bien es cierto nadie les había hecho algún “encargo” al respecto y las piezas contenidas definitivamente no valían la pena, la seguridad era comentada en todas partes y si eran capaces de salir airosos de esa aventura, desde ese instante su bienestar económico quedaría asegurado para siempre. Luego de un par de visitas normales y una por aire, descubrieron el talón de Aquiles del sistema: el techo.
Era la noche elegida. De madrugada los seis ladrones se descolgaron desde el techo al cual habían accedido burlando el sistema computacional con un virus: efectivamente la techumbre no tenía seguridad, e inclusive estaba en bastante mal estado de conservación. Una vez dentro, con las cámaras bloqueadas por filmaciones repetidas, empezaron a buscar cuál era el sitio más protegido del castillo, llegando a una gran puerta de dos hojas de gruesa madera que daba acceso al subterráneo, la cual estaba conectada a sensores de movimiento y cubierta con un grueso cableado electrificado. Luego de desconectar los sensores y la electricidad de los cables, y de romper la vieja cerradura original, empujaron con fuerza las puertas. En ese instante, una mole de enormes dimensiones y afiladas garras y colmillos arremete contra ellos desde el subterráneo, destrozando sus cuerpos antes que supieran qué les había sucedido.
A la mañana siguiente, dos horas antes de abrir el castillo, el curador recibe una llamada telefónica del servicio de seguridad: otro grupo de idiotas había creído que el sistema estaba ahí para impedir la entrada…