Mientras el sol y el calor entraban por todos lados a la casona, el dueño de casa intentaba mantenerse en la sombra. El sol lo incomodaba sobremanera, pero de solo pensar en poner cortinas al interminable número de ventanales que tenía o contratar a alguien que lo hiciera, prefería buscar la única habitación que no tenía ventanas y que le podía asegurar la tranquilidad, soledad y aislamiento que necesitaba para sentirse bien: el subterráneo. Para él el subterráneo era el lugar ideal: nadie lo veía ni él a otros, no importaba si era día o noche pues todo dependía de la iluminación en el techo, estaba aislado de los sonidos de la cada vez más ruidosa civilización… pero como todo lo bueno, su subterráneo tenía un “pero”: el olor.
Un cuarto sin ventanas, con una sola puerta de entrada, y sin suficiente ventilación, era una realidad difícil de pasar por alto. Los olores se concentraban en el subterráneo, y hacía un par de semanas ya no le permitían pensar ni disfrutar tranquilo de sus distracciones. Si quería seguir haciendo su vida tendría que empezar a tomar un poco más en serio el aseo y el espacio disponible en el subterráneo. Era realmente desagradable tener que utilizar tiempo, energía y dinero en arreglar el espacio para su vida fuera del trabajo; pero mientras antes empezara, antes terminaría ese martirio y podría seguir nuevamente haciendo lo que de verdad le gustaba.
De pronto, una idea iluminó su cabeza: podría utilizar partes de los desechos del subterráneo para hacer cortinas para sus ventanales, y con las ventanas cubiertas tendría un espacio aislado de la luz mientras ordenaba definitivamente su adorado subterráneo. Sin pensarlo dos veces puso manos a la obra: sacó de su maletín de instrumental el cuchillo más afilado que tenía, y se dispuso a despellejar los cadáveres de sus alumnas en vías de putrefacción apilados en el subterráneo para usar sus jóvenes pieles de cortinas y luego botar los restos para poder seguir asesinando…