El monje Klaus estaba despertando de una horrorosa pesadilla; de solo pensar en la sarta de herejías que había soñado se atemorizaba nuevamente, y pensaba en todas las oraciones de penitencia que le daría su abad. La noche anterior había sido horrible, hervía en fiebre y tos. Un barbero cirujano lo había venido a ver, y entre sueños le escuchó decir algo de una peste en el pulmón; pero luego el abad sentenció que era el justo pago por sus pecados no confesados. Entre el dolor de cabeza y el sudor no lograba conciliar el sueño, y cada vez se ahogaba con más facilidad. Pasada la medianoche y escuchando la lluvia caer, logró conciliar el sueño para caer en su fatídica pesadilla.
Klaus se soñó morir, sus pulmones no aguantaron y se ahogó en su propia sangre. A la mañana siguiente su cuerpo fue rápidamente sepultado en tierra no santificada, fuera de los límites de la abadía y del pueblo, para no propagar la enfermedad que sus pecados le habían otorgado. Luego de pasar todo el día bajo tierra, fue visitado de noche por un extraño individuo. Era increíble pensar lo que la fiebre era capaz de inventar en una sola pesadilla: pero lo que su sueño le deparaba definitivamente era obra del demonio. El hombre que visitó su tumba desenterró su cadáver. Cuidadosamente, y mientras recitaba algunas frases en un idioma similar al latín pero incomprensible para él, vació una botella en su boca entreabierta que contenía un viscoso líquido amarillento. En ese instante sus ojos se abrieron y pudo observar un horrendo color gris en su piel, que hacía juego con su viejo hábito. Al levantarse sintió un desmedido deseo por atacar personas y comer cabezas. Raudamente se dirigió al convento y con salvajismo y agresividad atacó y mató a todos los habitantes, para luego quebrar sus cráneos y engullir sus cerebros. Al terminar el festín macabro se recostó un rato… y despertó agotado de su maldita pesadilla.
Klaus se levantó, no sentía tos ni ahogos. Al llegar al salón del convento descubrió con horror los cadáveres descerebrados de todos sus compañeros. Al mirar sus manos descubrió la horrenda mezcla de rojo y gris que delataba su nueva realidad. Y lo peor de todo es que aún tenía hambre…