Mirando los huesos de mi última cena (una hembra con muy poca carne) a la luz de esa piedra que llaman luna, hay instantes en que dan lástima, estúpidos humanos. Viven menos de cien años, y de ese escasísimo tiempo pierden la gran mayoría en banalidades. Duermen demasiado, trabajan demasiado, y en el poco tiempo que les sobra no saben qué hacer, o lo pierden en sus crías. Se dicen animales superiores, y no serían capaces de sobrevivir un par de semanas sin empezar a caer en la escala evolutiva que se supone que siguen.
En estos siglos devorándolos me he encontrado con todo tipo de ustedes, y déjenme decirles que casi todos chillan igual cuando me ven, casi todos gritan igual al morir, y casi todos tienen el mismo sabor. Y así y todo entre ustedes se marcan diferencias: que quién tiene más juguetes, más parejas, menos color, más porte, más humanos a su mando. Y todo lo hacen encerrados, teniendo toda la naturaleza a su alrededor (lo que haría más entretenida la cacería). Se encierran para vivir, para trabajar, para movilizarse, para copular… y a quienes ustedes juzgan como malos o distintos, los encierran: ¿dónde está el castigo entonces?
Avanza la noche y la luz de la luna reflejada en los huesos de mi cena me invita a seguir pensando acerca de mi inmortalidad y de su intrascendencia. Y no entiendo por qué lo hago, ustedes sólo son parte de mi cadena alimenticia, y estoy divagando acerca de sus realidades. ¿Acaso ustedes piensan en la trascendencia de la lechuga o en la evolución del pollo? Esperen, aquí pasa algo raro… ¿qué es eso que sale del morral de la humana? Maldición, con razón estoy así, ¿cómo no me di cuenta antes que había devorado una drogadicta…?