Las imágenes pasaban por la pantalla frente a los ojos de la dueña de casa como todos los días. Personajes famosos expuestos en cada detalle de sus vidas la mantenían lo suficientemente entretenida como para ayudarle a sobrellevar el tedio de la rutina diaria. Las aventuras y desventuras, los amores y desamores, los engaños y desengaños de los adinerados y afortunados eran un bálsamo para sus sentidos: el saber que aquellos que aparecían por la noche en las pantallas mostrando opulencia y elegancia saldrían al día siguiente por la mañana sin maquillaje y perseguidos hasta en el baño por los periodistas de espectáculos en pos de exponer toda su realidad, le permitía gozar del dolor ajeno sin remordimientos y olvidar de paso el propio.
Esa mañana el programa de espectáculos fue abruptamente interrumpido por un extra: el pálido y tembloroso periodista contaba con pavor de un asteroide que había desviado su rumbo y que no había podido ser destruido ni desviado por las grandes potencias del mundo, por lo cual impactaría a la tierra con tal fuerza que, sin contar el daño propio del impacto, sacaría al planeta de su eje condenándolo a su inefable destrucción. Y lo peor de todo era el plazo: los científicos ya lo sabían, y lo informarían en una conferencia de prensa en vivo para todo el mundo.
La dueña de casa no daba crédito a lo que estaba viviendo. Rápidamente cogió el control remoto y empezó a buscar, casi desenfrenadamente. Al quinto intento encontró una estación donde seguían informando acerca del último galán de televisión que resultó ser gay: ¿a quién le podría importar la conferencia de prensa de unos científicos…?