Mientras el sol quemaba su nuca a mediodía en la desarbolada plaza, la pequeña niña caminaba de la mano de su madre. La pequeña disfrutaba de las caminatas por la ciudad de la mano de su madre o su padre, siempre la llevaban por lugares llenos de sonidos y colores, y cuando se cansaba de caminar alguno de los dos estaba dispuesto a tomarla en brazos y seguir llevándola por esos variopintos lugares.
La niña, a sus cinco años, estaba empezando a entender aquel mundo que había estado descubriendo desde su nacimiento. Sus padres la querían muchísimo, y siempre la llevaban a todos lados. Disfrutaba los parques y plazas, porque sabía que además de pasear y jugar le comprarían un helado; disfrutaba las idas al cine, pues junto con ver la película podría disfrutar de palomitas de maíz y bebida. Pero también sus padres la llevaban a un sitio extraño, donde los adultos se vestían con ropas de colores opacos, cantaban canciones aburridas y a ella la dejaban algo de lado. De todos modos igual la pasaba bien, pues veía unas extrañas imágenes que le causaban risa: un cuadro de una especie de hombre con cabeza de animal, cuernos, y una gran estrella sobre él. Terminado el juego de los adultos, que a veces concluía con uno de ellos tirado sobre una mesa con algo como ketchup manchándole el pecho, sus padres se sacaban sus disfraces para que ella pudiera ir a jugar en la plaza de la esquina.
Mientras el sol quemaba su nuca a mediodía en la desarbolada plaza, la pequeña niña caminaba de la mano de su madre. De pronto un extraño ruido y un fuerte viento sacude los postes de luz; al mirar a su padre nota que éste desapareció, y al mirar a su madre se da cuenta que ella tampoco está, pero su mano arrancada de cuajo sigue sujeta a su pequeña extremidad. Al instante nota que nadie más que ella queda en la plaza a la salida del templo satánico. Al buscar el origen del viento ve alejarse volando a un simpático hombre alado que desde el cielo le sonríe.