El gran camión avanzaba lentamente por el único camino de salida del pueblo, generando una congestión gigantesca. Bocinazos e insultos tapaban al despreocupado conductor que parecía mirar al infinito en vez de ver la vía. Pese a tener espacio de sobra para avanzar, seguía pegado en una marcha baja que inclusive permitía a los ciclistas adelantarlo sin mayor dificultad. El camionero era un conductor joven que hacía sus primeras armas en la conducción de vehículos pesados desde hacía apenas un mes, pese a lo cual se desempeñaba bastante bien en su trabajo. Pero esa mañana había cambiado su vida para siempre, por un error incorregible.
Esa mañana debía presentarse temprano en su trabajo pues debía ir al puerto a buscar un contenedor con una carga de importaciones de lujo para una exclusiva tienda; lamentablemente el despertador no sonó, llegando media hora atrasado a su trabajo. Casi sin saludar montó en su camión y partió lo más rápido que pudo para poder recuperar el tiempo perdido. Sin darse tiempo de fijarse en los pasos peatonales sin semáforo, típicos de pueblo chico, atropelló y mató instantáneamente a un pequeño de cuatro años que se soltó en ese momento de la mano de su madre. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho su vida pareció acabarse en ese segundo: sin ser capaz de contener su angustia y dolor clamó al cielo, rogando por lo que fuera con tal de cambiar el cruel destino que había sido provocado por su imprudencia.
El gran camión avanzaba lentamente por el único camino de salida del pueblo, generando una congestión gigantesca. Los ojos del muerto conductor miraban al infinito pues ese era su destino: eligió justo el momento en que cielo y tierra vibraron a la misma frecuencia para clamar, siendo inmediatamente escuchado y concedido. Ahora su cuerpo manejaría por toda la eternidad en un interminable recorrido que nadie comprendería ni sería capaz de detener. Doscientos metros atrás, un pequeño de cuatro años recibía el abrazo sorprendido y agradecido de su joven madre...
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