Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, enero 25, 2012

Cloaca

En la alcantarilla que recibía el drenaje del Ministerio de Defensa, José terminaba de armar una especie de armadura gigante. Su esperpento podría parecerse a un traje espacial de los que usaban los astronautas de la NASA, pero los recursos y los conocimientos con los que contaba no le permitían esa denominación. José había trabajado en muchos oficios durante su vida, relacionados con la reparación de artefactos de toda índole. Hijo de un maquinista de Ferrocarriles del Estado, su existencia no había sufrido mayores sobresaltos hasta el fatídico golpe militar de septiembre de 1973. Ese mismo año su padre fue desaparecido y encontrado con una herida de bala en la nuca, sólo por haber trabajado para ferrocarriles el año en que llegaron armas a Chile desde Cuba. En esa época fue acusado de robar algunas armas pero luego fue sobreseído al no haber pruebas suficientes en su contra. Al año siguiente le tocó a José pasar por algo similar a lo de su padre: fue secuestrado y torturado, pero a diferencia de su progenitor fue dejado vivo para servir de escarmiento a quienes quisieran pasarse de la raya.

A partir del momento de su liberación, José empezó a preparar su venganza. Lo primero que hizo fue avisarle a su familia que se iría a la clandestinidad para no cumplir los deseos de sus captores y que su imagen no escarmentara a nadie. Luego de pensarlo un tiempo decidió que lo mejor sería vivir en las alcantarillas, pues alguna vez también trabajó en ellas así que las conocía bien y sabía de lugares olvidados en que podría tener un pasar más decente que el que tuvo cuando fue torturado. Y cuando supo que todos aquellos que lo torturaron habían sido asignados al Ministerio de Defensa, eligió una cloaca cercana para tener cerca el estímulo para recordar, además de los estigmas en su cuerpo, el fin por el que había elegido esa vida. Allí, en ese agujero maloliente y oscuro, José se dedicó a trabajar en su venganza, usando todas las artes que había aprendido en sus treinta años de maestro chasquilla y cuarenta de vida.

En la alcantarilla que recibía el drenaje del Ministerio de Defensa, José terminaba de armar una especie de armadura gigante. Tres años se demoró en desarrollar esa creatura que lo contendría en su interior, y que gracias al mecanismo de vapor que le instaló, multiplicaba su fuerza por veinte, tal como los ferrocarriles que manejaba, reparaba y amaba su padre. El momento había llegado, ya estaba dentro de su invento, con el depósito de carbón repleto y el vapor saliendo por entre los remaches. Al cerrar el casco inició su marcha por el túnel que lo llevaría a lo que probablemente sería su destino final.

En el Ministerio todo seguía su curso normal, sin mayores sobresaltos que los ocasionales gritos de algún general hiperventilado que creía que todo el gobierno giraba en torno suyo. De pronto un violento estruendo en el sótano despabiló a quienes babeaban a las diez de la mañana en sus máquinas de escribir. Gritos destemplados, ráfagas de ametralladoras, disparos de revólveres, y un extraño ruido como de pistones de tren viejo desconciertan a todos en las oficinas que rodeaban a la 105. Cuando los soldados de guardia se acercaban corriendo con sus armas en ristre, otro estruendo sacude el piso y las paredes: por el marco de la puerta pasa una especie de robot gigante que se lleva gran parte de la muralla consigo. Sus casi tres metros de acero magullado por las balas y sus articulaciones movidas por pistones a vapor fueron imposibles de detener por disparo alguno, siguiendo su camino hacia la puerta de salida y enfilando hacia el sur por calle Bulnes con rumbo incierto. Cuando el oficial pasó al lado del monstruo para entrar a la oficina se encontró con un panorama dantesco: los seis militares que trabajaban en el lugar yacían en el suelo gritando desesperados de dolor. Al centro de la oficina las seis manos izquierdas estaban amontonadas, casi ordenadas, bañadas en sangre. En ese instante comprendió por qué el robot llevaba una sierra circular en vez de mano izquierda, y por qué tenía grabado en su pecho tan peculiar nombre: Galvarino.

3 Comments:

Blogger Sander said...

La dulce venganza. Todo se paga en esta vida. Incluso el palito de algodón que me dejó sordo lo pagó caro. Está todo quebrado en la basura.

Buen cuento, me gustó, a pesar de que, para variar, me cagó el final. Esperaba otra cosa, como que el tipo iba a hacer explotar todo el Ministerio de Defensa o algo por el estilo.

Saludos.

2:47 p.m.  
Blogger Unknown said...

Cuando Galvarino toma venganza, lo hace por sus propias manos... Literalmente
Buen cuento este,ucrónico.

11:54 p.m.  
Blogger Icy said...

Sangrientamente entretenido... Estos son los cuentos que más he disfrutado siempre... Acá te reconozco en todo tu esplendor!!!

Curioso que sea la mano izquierda viniendo de un torturado no???... No detail too small uh???

9:46 a.m.  

Publicar un comentario

<< Home