El policía tuerto llegó al sitio del suceso. El living del departamento estaba totalmente regado de sangre, la cual había sido absorbida en parte por la vieja alfombra, que para mala suerte de los herederos del occiso, era blanca. El caso parecía pertenecer al mismo modus operandi de la seguidilla de asesinatos que él y su compañero estaban siguiendo hacía meses: hombre de mediana edad, contextura física normal, cadáver degollado, y la marca característica del eventual psicópata: se había llevado los ojos.
El policía seguía en servicio activo pese a haber perdido un ojo. En una persecución le dio alcance a un traficante menor, y mientras forcejeaba con él uno de los soldados del cartel le golpeó la cabeza con un palo, y aprovechando que se lo quebró del golpe y que el resto del madero quedó astillado, se lo ensartó en el ojo izquierdo reventándoselo. Un par de segundos después se sintieron dos disparos de su compañero quien ultimó a su agresor y al traficante que intentaba huir, lamentablemente no a tiempo como para haber alcanzado a salvar el ojo de su amigo. El alto mando, una vez se hubo recuperado de sus heridas, le permitió seguir dadas sus capacidades investigativas y para no perjudicar su pensión de vejez que estaba a cortos años de empezar a recibir.
Mientras examinaban el sitio del suceso, el compañero del policía tuerto vio algo extraño al lado de la pata de un sofá de poca altura: al acercarse se dio cuenta que era uno de los ojos de la víctima. Rápidamente lo tomó con su mano enguantada y lo echó a la bolsa plástica que llevaba en el bolsillo, donde guardaba el otro: desde que su compañero perdió el ojo por su culpa, él se había encargado de matar y quitar los ojos a todos los traficantes de los que tenía noticias. Cuando su amigo se jubilara le entregaría la bolsa con todos los ojos congelados, para que los tuviera para su vejez...