El calor inundaba la pequeña sala por doquier. En sí la sala no era tan pequeña pero el espacio libre que dejaba la caldera de vapor era mínimo. El maquinista nunca entendió bien la necesidad de una caldera para calentar agua en una zona de clima tan seco, donde la temperatura mínima nunca bajaba de los veinte grados celsius; pero a él no le pagaban por entender sino por hacer funcionar y mantener en buen estado la caldera. De todas maneras ello no hacía más que confirmar la máxima de su padre: el futuro está en el vapor.
El maquinista era un hombre avejentado para su edad, que había trabajado en ferrocarriles durante su juventud, y ahora en su edad madura había sido contratado más que nada por sus ganas de cambiar de ambiente y su necesidad de dejar de viajar todo el tiempo. Los trenes a vapor eran el principal medio para recorrer distancias largas por tierra a finales del siglo XIX, así que mientras nadie inventara algo diferente, mejor, más rápido, más autónomo o más seguro, tendría trabajo asegurado. En una de las estaciones más alejadas de la línea del ferrocarril encontró el extraño panfleto que solicitaba maquinistas y herreros para una idea innovadora y decidió probar suerte, luego de averiguar qué diablos significaba eso de “innovadora”. Desde que dejó el ferrocarril su trabajo tenía un horario bastante más decente, tenía casa donde llegar, comida caliente todos los días, y ya estaba pensando en ir a buscar a su familia para que lo acompañaran definitivamente en su nueva vida.
Ese día el maquinista se sentó a comer al lado de un hombre gordo con un grueso delantal de cuero cubierto de hollín, característico de quienes trabajaban en la fragua. El herrero le contaba que había llegado al lugar tal como él y como la mayoría de los trabajadores, por medio de un panfleto en sus lugares habituales de paso; su trabajo en ese lugar era hacer armazones metálicas enormes y con bisagras, como para fabricar fuelles pero de dimensiones gigantescas. Al poco rato se unió a la mesa un viejo flaco, enjuto y fibroso que dijo ser matarife. Él había llegado al lugar para matar y descuerar grandes cantidades de ganado; ello explicaba que nunca faltara carne a la mesa, pero no el motivo de su labor. De hecho sus jefes no se preocupaban del animal faenado, sino que del cuero, el cual debía limpiar de todos los desechos posibles para entregarlo luego a otros trabajadores que lo llevaban a un galpón cerrado al que pocos tenían acceso. Al día siguiente volvieron a coincidir los mismos comensales. Durante el almuerzo el herrero les contó que su trabajo haciendo armazones había terminado, y que ahora le habían ordenado fabricar, en base a un molde que le entregaron, unas especies de botellas metálicas bastante grandes, que debían quedar perfectamente selladas. Al día siguiente el matarife fue a despedirse, pues su obra había concluído.
Pasaban los días y de a poco la fuerza laboral iba disminuyendo. Día tras día distintos trabajadores eran cesados de sus trabajos, salvo los maquinistas que seguían en su lugar y algunos talabarteros encargados de trabajar el cuero que quedaba, haciendo cinturones; para cuando el cuero se acabó, sólo quedaron los maquinistas. Ese día llegó un regimiento de hombres de estatura mediana, delgados y fuertemente armados con pistolas, rifles, escopetas y algunas de esas máquinas que llamaban ametralladoras y que disparaban cientos de balas afirmadas en trípodes, adaptadas para ser llevadas con gruesas correas al hombro; todos iban ataviados con tenidas militares irreconocibles, pero con sus respectivos grados. En ese momento se abrieron las puertas de los galpones, dejando ver fuelles gigantescos que llenaban de vapor a presión las botellas de acero fabricadas por los herreros, luego de cual eran colocadas a las espaldas de los soldados y fijadas con sendas correas de cuero. Mientras los encargados enviaban a los maquinistas a apurar las calderas para fabricar más vapor, alcanzaron a ver cómo los primeros soldados salían impulsados por el aire por la fuerza de los chorros salidos de los tubos en sus espaldas. Ciertamente su padre tenía razón: el futuro, ahora hecho presente, estaba en el vapor.