Las pálidas y torneadas piernas de la joven muchacha saliendo de su breve y reveladora minifalda tenían revolucionados a todos los hombres del restaurante. Jóvenes, viejos, inclusive niños y hasta una pareja de lesbianas no podían quitar sus ojos de las piernas de la joven, que a sabiendas de su atractivo se movía discreta pero coquetamente en la mesa en la cual almorzaba, alborotando más aún el ambiente. Numerosas llamadas de atención de las acompañantes de los comensales no parecían ser suficientes para sacar de su concentración a quienes miraban las piernas de la joven, que a esa hora almorzaba sola y aparentemente despreocupada de la hora a la cual debía volver a su trabajo.
En un rincón del restaurante un apagado ejecutivo también almorzaba solo, pero sin causar ningún revuelo. Como todos, también se había fijado en las piernas de la joven mientras tragaba apresurado por los pocos minutos que lo separaban de la jornada de la tarde en su empleo. De improviso la muchacha clavó sus ojos en los del ejecutivo, mientras él mantenía los suyos pegados en el hueso de la chuleta que terminaba de almorzar, tratando de sacar hasta el último resto de carne antes que terminara su tiempo libre. Cuando levantó su cabeza y se aprestaba a partir corriendo a la oficina, vio que la muchacha de largas piernas lo miraba con detención, tal vez con curiosidad, eventualmente con desdén, definitivamente sin picardía. De pronto miró su reloj, y se dio cuenta que estaba atrasado: le quedaban cinco minutos de colación, y debía llegar a su trabajo que quedaba a cinco cuadras de donde se encontraba. Rápidamente se puso de pie, tomó su chaqueta y se dispuso a salir, mientras los ojos de la muchacha seguían sobre él.
La muchacha no podía dejar de mirar al despreocupado ejecutivo; no le importaba que todos se fijaran en sus piernas, ella sólo tenía ojos para aquel extraño y simple hombre que parecía no tomarla en cuenta. De pronto el oficinista se fijó nuevamente en la mirada de la joven: sus ojos intentaron viajar hacia sus bellas piernas pero entendió que esos ojos pegados a él no lo dejarían seguir su camino, su trabajo, y tal vez su vida. Por una vez decidió hacer algo que lo beneficiara tanto a él como a quienes lo rodeaban, dejando un poco de lado su egoísmo: fue directamente a la mesa de la muchacha, con un tenedor le sacó los ojos y los echó a uno de sus bolsillos, dejando el cuerpo y las bellas piernas para deleite de los demás.